Cuarenta años después del golpe de Estado contra Salvador Allende, las heridas en Chile siguen abiertas. A diferencia de lo ocurrido en Argentina, los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura de Augusto Pinochet nunca fueron juzgados.
La gran mayoría de asesinos y torturadores han mantenido un pacto de silencio. Prácticamente, ninguno de ellos reconoció sus crímenes ni pidió perdón. Incluso varios aseguran haber actuado correctamente y volverían a hacerlo. Entre quienes sí se arrepienten está Juan Molina, un soldado y mecánico de helicópteros que tenía 19 años el 11 de septiembre de 1973.
Molina integró tres tripulaciones de helicópteros del Ejército chileno, encargadas de arrojar al mar los cuerpos de detenidos-desaparecidos, muertos en sesiones de tortura o ejecutados. Nunca fue juzgado, a pesar de que confesó su participación en esos vejámenes. "Es un recuerdo muy amargo haber tenido que estar ahí", aseguró.
"En noviembre de 1979, a las cuatro y media de la tarde, me designaron para un vuelo por la costa. Cuando estábamos preparando el helicóptero llegó una camioneta de color crema, y descargaron lo que teníamos que llevar a bordo. Yo no me fijé bien. Después llegaron los pilotos y dieron orden de marcha. Al abrir la puerta del helicóptero, encontré dos bultos. Eran dos personas muertas, tapadas con sacos y atadas por los pies a un pedazo de riel. La del costado izquierdo era una muchacha joven", contó el soldado retirado al diario español El Mundo.
Según Molina, sus compañeros le habían contado que "esos vuelos eran normales; que desde el año '73 se estaba lanzando gente al mar e incluso que los primeros iban vivos". "Pero pensé que nunca me iba a tocar hacerlo", agregó.
"En noviembre del año '79 tuve que presenciar dos lanzamientos de personas al mar, a unos 80 nudos de Quintero. Y en 1980 me tocó otra triste misión, con ocho cuerpos que dejaron grandes rastros de sangre, ya que iban abiertos", enumeró. "Eran prisioneros. Pero lo único que yo sé de ellos es que los traían y los lanzaban al mar. De la forma en que fueran ajusticiados no tengo idea", sostuvo.
"Una de las veces, en una unidad militar de Pudahuel, me hicieron salir del helicóptero para que no presenciara cómo cargaban los cuerpos. Tuvieron que ser centenares porque eso empezó en 1973, que es cuando arrojaron a más, y a mí me tocaron los últimos en 1980", estimó Molina. "No sabía si esas personas eran culpables o no, pero no creo que nadie tenga poder suficiente para decidir que se elimine a alguien", confesó el exconscripto.
Carne propia. Molina cree que su accionar en esa época fue castigado con una tragedia personal: la muerte de su hijo de un año y siete meses. "Lo tomé como un castigo de Dios, porque se ahogó en el agua de una bañera. Lo de los vuelos lo sabían únicamente mi madre y mi abuelita, que en dos oportunidades me vieron llegar tan afectado que ni siquiera pude comer. A mi señora no se lo conté hasta que falleció el niño".
"Tenía un año y siete meses, estaba empezando la vida. Ya andaba por todos lados. Mi señora lo encontró caído dentro de la bañera, con los dos zapatitos afuera. Fue un día domingo. Cinco minutos que se descuidó y el niño... se ve que fue a sacar un cepillo que se le había caído. Yo ya sabía que estaba muerto cuando lo saqué y quise darle la respiración artificial. Entonces me vino de inmediato el recuerdo de lo otro, porque era todo tan cruel...", relató.
"El lunes, cuando sepultamos al niño, encontré una carta hecha con recortes de diarios que me decía 'para que te des cuenta de lo que se siente cuando se ahoga un ser querido'. Nunca supe quiénes lo mandaron. Vecinos, puede ser, aunque nadie sabía las operaciones que yo hacía", recordó. "Y dije 'no, no sigo más'. Se lo comenté a un psicólogo del Hospital Militar. Me dejaron hospitalizado un mes para estabilizarme porque estaba demasiado alterado", prosiguió. "Era tanto por la muerte de mi hijo como porque yo la asociaba con las muertes de que había sido testigo", agregó.
"Mi vida habría sido totalmente diferente sin eso. Creo que habría alcanzado el grado máximo, estaría viviendo en otro lado, tendría una buena casa, mejor vehículo... Ha sido así para la mayoría de mis compañeros. Y yo he pasado hambre. No me avergüenza decirlo. Pero estoy más tranquilo", concluyó Molina.