La invasión rusa de Ucrania —una flagrante violación del derecho internacional que causó un desastre humanitario— marcó el fin del orden internacional «liberal» pos-1989. El orden general liberal ya estaba en su lecho de muerte, herido mortalmente por el conflicto geopolítico entre China y Estados Unidos, y la violenta reacción contra la hiperglobalización. La ilusión de resucitarlo recibió ahora un golpe final y decisivo.
El orden mundial que estamos dejando atrás descansaba en el supuesto de que el mundo podía depender de los intereses económicos —principalmente, los de grandes corporaciones, bancos e inversores con sede en EE. UU. y Europa Occidental— para difundir la prosperidad y mitigar los conflictos. Cuando las potencias intermedias y en ascenso —como Rusia y China— se enriquecieran, se volverían más «occidentales» y el mandato de competencia geopolítica cedería el paso a la búsqueda de beneficios comerciales.
Mientras que los autores de la narrativa del antiguo orden fueron los economistas partidarios del libre mercado, serán los «realistas» geopolíticos quienes darán forma al orden entrante. Y la imagen que plantean no es nada buena: un mundo de suma cero y rivalidad entre las grandes potencias, donde la búsqueda de la seguridad nacional, la inevitable incertidumbre sobre los motivos de los adversarios y la ausencia de alguien que haga cumplir las normas a nivel mundial conducen más al conflicto que a la cooperación.
En ese mundo, la cuestión dominante que enfrenta Occidente es cómo contener a Rusia y China. ¿Se puede insertar una cuña entre ellas?, ¿o debe Occidente aceptar las metas de Rusia en Europa y formar un frente común con ella para oponerse al desafío económico y tecnológico más poderoso que plantea China? Todas los demás asuntos, incluidos el comercio, la inversión, el cambio climático, la pobreza mundial y la salud pública, quedan subordinados a estas cuestiones.
Sería terrible que esta fuera la única alternativa a las expectativas frustradas del «orden internacional liberal». Afortunadamente, no es el caso. Se puede crear un orden mundial próspero y estable con una mirada realista sobre la naturaleza de la competencia entre las grandes potencias. Pero lograr un acuerdo de ese tipo depende de la forma en que los países traten de satisfacer su metas para la seguridad nacional, y de las historias que cuentan sobre sí mismos y sus adversarios.
El marco conceptual central en el que se basan los pensadores realistas es el «dilema de la seguridad». Esta idea explica por qué un sistema en el que las grandes potencias enfatizan su seguridad nacional puede sufrir una fragilidad fundamental: como es imposible distinguir las medidas defensivas de las ofensivas, los intentos de las partes para mejorar su seguridad simplemente aumentan la inseguridad de los demás y disparan contramedidas que alimentan el círculo vicioso.
Los realistas argumentarían que algo semejante al dilema de la seguridad tuvo lugar en la fase previa al ataque de Rusia a Ucrania. Ucrania, y Occidente en general, percibían la incorporación del país a una esfera económica occidental —y posiblemente a una alianza militar occidental— como un paso que en gran medida mejoraría su economía y seguridad. El presidente ruso Vladímir Putin, por el contrario, percibió esas acciones como hostiles a los intereses de seguridad rusos. Si esto parece descabellado, afirma el argumento, consideren cómo reaccionaría EE. UU. si, por ejemplo, México considerara una alianza militar con Rusia.
Pero gran parte de esta explicación realista, y del marco del dilema de la seguridad general, se basa en la manera en que los países piensan sobre sus metas de seguridad nacional y la eficacia de los mecanismos alternativos para alcanzarlas. Un país que invierte todos sus recursos en capacidades militares y descuida el crecimiento de su economía y fortalecimiento de sus instituciones no será muy seguro a largo plazo, aunque se trate de una potencia mundial.
Corea del Sur es un buen ejemplo. Inmediatamente después de la guerra de Corea, el país se centró en aumentar su capacidad militar contra Corea del Norte, pero cuando EE. UU. comenzó a reducir su asistencia militar y económica a principios de la década de 1960, los líderes de Corea del Sur cambiaron de rumbo, estimando que el fortalecimiento económico a través de la industrialización orientada a las exportaciones proporcionaría un mejor baluarte contra las posibles agresiones de su vecino del norte.
De igual modo, no queda demasiado claro si Rusia estará más segura si consigue sus objetivos militares inmediatos en Ucrania, pero sale del conflicto extremadamente debilitada y aislada de la tecnología y los mercados occidentales.
Igual importancia tienen las historias que las grandes potencias se cuentan a sí mismas sobre sus intenciones, y cómo las perciben los demás. Los responsables de las políticas estadounidenses y europeas se ven a sí mismos en la esfera internacional como actores benignos bienintencionados, pero cuando hablan de un «orden internacional basado en normas» olvidan que ese orden se construyó para favorecer los intereses de sus propios países, y pasan por alto sus transgresiones. No se dan cuenta —o los desconcierta— que los ciudadanos comunes de muchos países no occidentales consideren a las potencias occidentales como oportunistas, hipócritas y motivadas únicamente por el egoísmo.
Este sentido de excepcionalismo exacerba el dilema de la seguridad, porque deja poco margen a las preocupaciones legítimas de otras potencias por su seguridad cuando los países occidentales amplían su presencia militar y ejercen su influencia económica. Aunque tal vez no había forma de impedir el aventurerismo militar de Putin, se alimenta de la percepción hostil de Occidente que tienen muchos rusos. De manera similar, los intentos de EE. UU. para excluir a firmas chinas como Huawei de los mercados mundiales y negarles el acceso a insumos clave —con el pretexto de la seguridad nacional— alimentan la preocupación de China de que EE. UU. procura debilitar su economía.
El dilema de la seguridad alcanza toda su dimensión cuando una de las grandes potencias busca la hegemonía en lugar de la tolerancia. Este suele ser el caso de EE. UU., que enmarca su metas de política exterior en términos de supremacía mundial. De manera similar, cuando los países como la Rusia de Putin cuestionan la legitimidad de la existencia de otro país, o tratan de cambiarlo a su propia imagen y semejanza, es difícil imaginar que se pueda llegar a un acuerdo.
Pero no hay motivo por el cual no se pueda solucionar el dilema de la seguridad. Las grandes potencias pueden tener metas de seguridad nacional que no sean abiertamente ofensivas. También pueden comunicar mejor sus intenciones y preocupaciones, reduciendo así los malentendidos y logrando cierta cooperación. Hay mucho margen de maniobra para escapar del cruel mundo de los realistas.
*Profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Copyright Project-Syndicate.