Alguien quitó las comas, los puntos, los guiones; así es la India: una oración atolondrada de palabras, los miserables que miran a los millonarios, que ignoran al resto, que mira la televisión o las películas de Bollywood, una especie de Enrique Carreras en continuado donde los protagonistas no se besan, o se casi besan sin cerrar los ojos.
Hace poco más de un año, por esta bahía en la que ahora demoran el tiempo los enamorados sentados en el malecón llegaron en lancha, armados hasta los dientes, diez terroristas pakistaníes de veinte a veinticinco años. Eligieron ocho lugares estratégicos de la ciudad y entraron disparando sin parar: 180 muertos y cientos de heridos, gran cantidad de turistas, civiles, mujeres, casi todos occidentales. Dispararon sin cesar contra los lobbies de los hoteles de Marine Drive, un par de cafés y un templo judío lubavitch. La confesión de un único sobreviviente permitió establecer vínculos entre este grupo y otro que en 1993 asesinó a 250 personas con explosivos.
Hace un par de semanas, los teléfonos rojos del gobierno volvieron a sonar con rumores de una nueva ola de atentados y se redobló la vigilancia en hoteles, cines y edificios públicos. Pero en esta ciudad nadie tiene miedo; es cierto que es mucho más probable morir atropellado en cualquier esquina, pero tampoco eso sucede: tan bien o tan mal manejan. En cualquier caso, de morir, los indios creen que moriría sólo una de sus vidas: sus actos, palabras y pensamientos les abrirán la puerta a la vida posterior. Ese recorrido es su karma. ¿Qué otra cosa, si no la idea de un destino inamovible, marcados a fuego el futuro y el pasado, haría que un intocable pasara su vida limpiando letrinas?
El sistema de castas en la India existe desde hace 2.500 años: el hinduismo enseña que los seres numanos fueron creados de distintas partes del cuerpo de Brahma. La casta se vincula a la procedencia y define el estatus social, el trabajo y la pareja.