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opinión

¿Golfo pérsico, golfo arábigo o golfo chino?

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Presidentes. El chino Xi Jinping y el iraní Raisi, en una reciente reunión en Teherán. | AFP

El día viernes, un comunicado conjunto iraní y saudita anunciaba que altos funcionarios de esos países habían llegado a un acuerdo en Beijing, con mediación de la diplomacia china, para restablecer sus relaciones diplomáticas dentro de los próximos dos meses, después de que las mismas fueran suspendidas en 2016 luego de que la ejecución de un clérigo chiita saudita hubiera generado un ataque a la embajada saudita en Teherán.

El comunicado conjunto enfatiza el respeto a la soberanía y a la no injerencia en los asuntos internos entre los Estados. Algo que en otras regiones se daría por supuesto.

Podemos tratar de identificar las motivaciones de los actores, así como vislumbrar algunas consecuencias geopolíticas de la decisión de los dos Estados más importantes del siglo. A nivel internacional, este acuerdo significa un paso muy relevante para el proceso que ha iniciado China en la región. El gobierno de Beijing está recogiendo los frutos de una política muy interesante llevada adelante en la región: ha logrado establecer vínculos profundos con todos los países: acuerdo estratégico con Irán y convertirse en su principal destino de exportaciones petroleras, lo mismo con Arabia Saudita; además de la cooperación en defensa, diplomacia, vacunas y acuerdos importantes con Emiratos Árabes Unidos, inversiones en los demás. Ese vínculo con todos los actores ha puesto a China en una posición más ventajosa que Estados Unidos, cuyo conflicto con Irán es esencial, y mucho más ventajosa que Rusia, que mantiene vínculos con todos los países pero no puede ofrecer mercados ni inversiones, mucho menos en medio de la guerra con Ucrania. De hecho, es Rusia la que se ha visto más beneficiada de sus vínculos, sobre todo económicos, en tiempos de sanciones internacionales, con los países árabes del golfo, que no se han plegado a las sanciones.

La decisión de Arabia Saudita e Irán refleja los intereses de ambos. Del lado iraní, en medio de una grave crisis política, social y económica, y sin solucionar el tema de su programa nuclear, cualquier política de reducción de tensiones a nivel regional es algo muy valorado. Por otra parte, llegado el caso, se puede regresar a una situación de tensión, algo que ha ocurrido en varias ocasiones a lo largo de las últimas décadas. Todos estos acuerdos tienen fecha de caducidad.

También sirve a Irán para fortalecer sus vínculos con China, la “opción oriental” de la diplomacia iraní, que se ha manifestado en la visita del mes de febrero del presidente Ebrahim Raisi a Beijing.

Para Arabia Saudita, el restablecimiento de sus relaciones diplomáticas con Irán muestra su voluntad de llevar adelante una política exterior pragmática y que muestre su relevancia a nivel regional e internacional. Por un lado, ha evitado que Emiratos Árabes Unidos sea el único Estado árabe del golfo que pueda capitalizar el restablecer sus vínculos con Irán, sobre todo en medio de la competencia de Riad con los Estados árabes de la región. 

Mantener la calma en Yemen, una guerra que le ha costado a Arabia Saudita más de lo que estaría dispuesta a reconocer, también es un tema donde Irán es el actor central, no solo los hutíes, apoyados desde Teherán.

Por otra parte, Riad ha mostrado a Estados Unidos que su independencia política le permite mantener vínculos con Rusia y acordar con Moscú cuotas de exportación de petróleo en el marco de la OPEP+, ser un proveedor de petróleo para China e incluso, ahora, restablecer vínculos con Irán. Dos días anteriores, el New York Times había reflejado públicamente los intereses de Arabia Saudita: menores restricciones para acceso a armamento y a tecnología nuclear. Riad es un sujeto que persigue sus propios intereses y tiene cartas diplomáticas, no solo deseos que no puedan materializarse.

Israel, por su parte, resulta uno de los grandes perdedores, y sobre todo es una mala noticia para el primer ministro Benjamin Netanyahu, quien, más allá de la actual oposición interna a las decisiones de su nuevo gobierno, debe sumar que dos de sus principales objetivos de política exterior: aislar a Irán e incluir a Arabia Saudita en el esquema de los Acuerdos de Abraham, no se cumplen. La oposición a Netanyahu, rápida de reflejos, ya ha capitalizado esta nueva situación, una mala noticia para un sistema político crecientemente polarizado.

Lo ocurrido nos demuestra que el golfo no es una zona donde solo una de las grandes potencias ejerza influencia, a pesar de la excepcional influencia, sobre todo militar de los Estados Unidos. Los países de la región también miran hacia otras capitales. Washington deberá considerar claramente esa nueva realidad. China no es solo un consumir de hidrocarburos, a partir de esa realidad puede influir en la política regional y está dispuesta a hacerlo.

Por otra parte, la decisión saudita muestra que los Estados de la región no pueden ser simplemente considerados como objetos pasivos en el juego de la política internacional. tienen sus intereses y están dispuestos a actuar para conseguirlos. Sin considerar sus intereses no hay espacio para reordenamientos desde el exterior.

El contexto de competencia entre potencias limita las opciones de las potencias medias, pero también abre posibilidades para las mismas, si hay objetivos claros de política exterior y funcionarios diplomáticos que puedan aprovechar al máximo los recursos con los que cuentan. 

No es posible entender el mundo a partir de la idea de amigos-enemigos, sino de intereses y de circunstancias cambiantes que llevan a modificaciones de las políticas.

*Profesor de la UCA, donde dirige el Programa Ejecutivo en Medio Oriente contemporáneo.