Este noviembre se cumplen cuatro años de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP. Sin embargo, son cuatro años que parecen, indudablemente, muchos más, en lo que respecta a la dimensión de la violencia y del conflicto armado interno. Claro está que la firma de un acuerdo de paz siempre es un aspecto complejo y con muchos matices, con innegables recelos y expectativas en juego. Más, si cabe, si hablamos del conflicto armado más longevo de América Latina. Así, lo verdaderamente complejo es mantener los compromisos, desarrollar las transformaciones que estos implican y superar los condicionantes estructurales, político-institucionales y simbólicos que en más de cinco décadas soportaron la violencia.
Es posible pensar que el Acuerdo de Paz suscrito por las FARC-EP —que para buena parte de la comunidad académica es el más completo sobre el papel de los últimos treinta años— parte de un mito que supera cualquier atisbo de realidad futura. Sobre todo, en la tierra de Macondo como es Colombia. Es decir, incluso si después de la presidencia de Juan Manuel Santos se hubieran dado las mejores condiciones para su implementación, posiblemente, estaríamos hablando hoy de diferencias entre lo acordado, lo previsto y lo implementado.
O como me dijo hace unas semanas un buen amigo, “entre la paz que pudo ser, la paz que finalmente debía ser y la paz que, por desgracia, está siendo”. Como es de esperar, no juega a nuestro favor --en donde incluyo a todos los que anhelamos la superación de la violencia en Colombia-- que el primer gran saboteador del acuerdo haya sido el mismo gobierno del inefable Iván Duque.
Un acuerdo de paz, como alguna vez me confesaba en una conversación privada el exvicepresidente de Colombia, Angelino Garzón, “es un acuerdo entre perdedores”. Expresado en términos más académicos, es la solución negociada, basada en intercambios cooperativos, resultado de que las partes en liza no han podido responder unilateralmente a sus intereses en el marco del conflicto. En el caso de Colombia, el Acuerdo integraba demandas históricas de las FARC-EP como una reforma rural, aspectos comunes en todo acuerdo de paz como la participación política o la justicia transicional y, asimismo, condiciones del gobierno, como la entrega de las armas o la colaboración en la mitigación del negocio de la droga y su impacto sobre la violencia.
En este caso en particular, el actual gobierno colombiano se ha erigido como el principal impedimento a la implementación deseada del Acuerdo. Es decir, según todos los informes de seguimiento, destacando entre ellos el del Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, existen elementos que apenas han comenzado a desarrollarse, como la reforma rural integral o la mitigación del problema de las drogas ilícitas, cuyos niveles de cumplimiento son inferiores al 5%.
El Acuerdo integraba una reforma rural, participación política o la justicia transicional y la entrega de las armas.
Por otro lado, el mismo ejecutivo hizo todo lo posible en el Congreso para evitar la aprobación de las 16 curules que debían dar voz política a los territorios más golpeados por la violencia y hasta el mismo presidente invocó todos los reparos posibles para impedir que la Jurisdicción Especial para la Paz prevista en el Acuerdo se materializara. No lo consiguió, pero a cambio la consiguió desfinanciar en más de un 30%.
Mientras todo lo anterior sucede, la condiciones que han soportado la violencia durante décadas continúan inalteradas en uno de los países más desiguales del mundo en términos sociales (0.54 de Coeficiente de Gini) y territoriales (0.85 de Coeficiente de Gini de acuerdo con la distribución de la propiedad de la tierra). Los cultivos cocaleros siguen presentando, aún con todo, una superficie que supera las 150 mil hectáreas, según Naciones Unidas. Y en un estado tradicionalmente con más territorio que soberanía, la geografía de la violencia previa al diálogo de paz que comenzó en La Habana, en 2012, resulta prácticamente la misma. Esto es una violencia periférica sobre departamentos mayormente cocaleros, fronterizos y que han vivido a espaldas de los intereses de un centralismo al servicio de las elites políticas y económicas del país.
A excepción del departamento de Antioquia, que tiene una serie de particularidades propias, los departamentos más violentos en Colombia son exactamente los mismos que hace una década: Chocó, Cauca y Nariño, en el litoral Pacífico; Caquetá y Putumayo, al sur; y Arauca y Caquetá, en el nororiente. No es casualidad que estos mismos departamentos —a excepción de Arauca— sean los que concentran el 80% de la superficie cocalera y en donde mayormente se condensa un porcentaje aún mayor de las mal llamadas disidencias de las FARC-EP --en tanto que la mayor parte de sus integrantes no son excombatientes de las FARC-EP.
Tales disidencias son grupos criminales que se cuentan por decenas y que disponen de más de dos mil integrantes en suma, los cuales han fragmentado y desideologizado el sentido del conflicto armado bajo una lógica si cabe, aún mucho más compleja. En donde la vieja interpretación simplista de la violencia deviene completamente inútil
El responsable, en esencia, es un gobierno que siempre estuvo cómodo en el discurso de la guerra, de la militarización, de la lógica amigo y enemigo
Por si fuera poco, a ello además hay que sumar el Clan del Golfo, en parte, heredero de un paramilitarismo desmovilizado hace 15 años y con un grueso que supera los 1.800 integrantes. Bien es cierto que muy atomizado y sujeto a las dinámicas locales de la violencia y de la criminalidad, pero con especial arraigo en el Magdalena Medio, Antioquia o la región Caribe.
También estaría el ELN. Una guerrilla que vive fracturada entre una vieja comandancia política que se encuentra en Cuba y que sigue viendo pertinente una solución negociada de la violencia y una nueva comandancia, más joven, beligerante y desideologizada, que ha aprovechado buena parte del vacío dejado por las FARC-EP —que nunca fue ocupado por la Fuerza Pública colombiana— para incrementar su presencia territorial, su número de efectivos y sus recursos provenientes de la financiación ilícita.
Dadas las circunstancias, el resultado es patente. La Colombia que pudimos soñar hace cuatro años es, en la actualidad, una preocupante distopía en donde cada día que pasa, el anhelo de la paz se aleja un poco más. Desde que se firmó el Acuerdo han sido asesinados más de 230 exguerrilleros de las FARC-EP y 700 líderes sociales. Sólo en 2020 se contabilizan un total de 70 masacres y 278 personas asesinadas.
El responsable, en esencia, es un gobierno que siempre estuvo cómodo en el discurso de la guerra, de la militarización, de la lógica amigo y enemigo, y en donde el caudal electoral y político permite entender figuras tan nefastas para el país, como la de Álvaro Uribe. Sin embargo, los tiempos han cambiado. Las reivindicaciones y necesidades de la sociedad colombiana van más allá de una estrechez de miras que, esperemos, termine en agosto de 2022, tiempo en el que el actual gobierno estará fuera de la presidencia. Mientras tanto, ojalá que no sea lo suficientemente tarde como para que, en unos años, tengamos que hablar de la paz que no pudo ser.
*Politólogo y profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Investigador postdoctoral e investigador principal del proyecto "Discurso y expectativa sobre la paz territorial en Colombia". Doctor en Ciencias Políticas de la misma Universidad. (www.latinoamerica21.com).