A pesar de todos estos cambios y evoluciones en el orden mundial, el diálogo entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe está en uno de sus niveles más bajos desde el fin de la Guerra Fría. Al auge de las polarizaciones ideológicas en los contextos estadounidenses y latinoamericanos se ha sumado la ausencia de liderazgos constructivos con voluntad política, atención sostenida y capacidad narrativa convincente para impulsar el diálogo y generar consensos efectivos en el ámbito regional. Frente a la efervescencia mundial y sus adversidades, la mayoría de los países parecen estar absortos en sus problemas internos, con poco interés y sin incentivos suficientes para buscar coordinar esfuerzos comunes.
En Estados Unidos las inercias estratégicas y burocráticas se articulan con las necesidades de política interna, lo que desde hace varios años inclina la balanza a favor de respuestas unilaterales y enfoques bilaterales tradicionales cuando se plantean las relaciones con sus vecinos del sur. En los casos en que se observan intereses claramente definidos y recursos comprometidos, como en Centroamérica por la cuestión migratoria o en Colombia por el combate a las drogas, hay una fuerte tendencia inercial hacia el bilateralismo y pocas o nulas iniciativas que busquen la articulación de esfuerzos regionales. Las inercias del pasado parecen obnubilar los retos del presente y la visión del futuro.
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Históricamente en las Américas la gran narrativa y el impulso de coordinación casi siempre ha venido del actor más fuerte en una lógica de Norte a Sur. Sin embargo, en las dos décadas de este siglo, Estados Unidos y los altos círculos de toma de decisiones en Washington han estado desatentos, distantes y ausentes respecto de América Latina y el Caribe y de muchos de los temas de la agenda interamericana. Desde el Sur, en América Latina el regionalismo está de capa caída y las diferencias político-ideológicas entre los gobiernos de la región limitan los acuerdos y la articulación de una agenda o voz común. Todo esto se ha reflejado en la evolución errática y en el decaimiento de la CAM.
Desde hace años se han instalado dos síndromes en las Américas que entrampan el diálogo y merman la capacidad de acción colectiva a nivel interamericano. Por un lado, el comportamiento de Estados Unidos hacia América Latina ha estado caracterizado por una suerte de “síndrome de la superpotencia frustrada”. A pesar de ser su zona de influencia inmediata, América Latina y el Caribe es considerada una región secundaria que recibe una atención intermitente y selectiva por parte de los tomadores de decisión, cuando hay turbulencias regionales, presencia de actores extra regionales o consideraciones de política interna que atender. Así, las políticas burocráticas se caracterizan por la recurrencia y la invariabilidad. En realidad, Estados Unidos como superpotencia global no tiene voluntad ni disposición suficientes para repensar o reorientar las relaciones con la región. Por su parte, también desde hace años en América Latina se observa el “síndrome de la unidad fallida”.
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En diferentes momentos y con líderes diversos surgen oleadas de espíritu asociativo y se crean nuevos foros, mecanismos y organizaciones regionales para aglutinar intereses dispersos bajo un marco común. Sin embargo, un conjunto de condiciones globales, continentales y nacionales limitan seriamente la posibilidad de avanzar, las instituciones regionales creadas se debilitan y el resultado final es más y no menos fragmentación. De tal modo que los esfuerzos fallidos y la superposición desordenada de esquemas diversos, van mermando la capacidad de acción colectiva.
En la coyuntura actual, se contraponen dos lógicas divergentes. La lógica geopolítica se ha instalado en los principales círculos de decisión estadounidenses –entre civiles y militares, demócratas y republicanos, centros académicos y think-tanks– al calor de la creciente competencia entre Estados Unidos y China, la invasión de Rusia a Ucrania, la ampliación de la otan, el futuro de la energía, el ciberespacio y la multiplicación de hotspots en el mundo. Mientras tanto, en América Latina y el Caribe, la delicada situación económica y política, la precariedad sanitaria, la exacerbación de fuentes de inestabilidad y volatilidad y la ausencia de modelos de desarrollo que aseguren un equilibrio entre crecimiento, justicia y ambiente ha conducido a que, en la mirada de gobiernos y sociedades por igual, prime una lógica centrada en los problemas del desarrollo.
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El panorama descrito nos lleva a plantear la pregunta de cómo comenzar a destrabar estos síndromes y lógicas que desincentivan la coordinación y el diálogo en las Américas en el momento en que las respuestas colectivas resultan más necesarias que nunca. Un primer paso es promover, desde la sociedad civil, dinámicas deliberativas horizontales, de abajo hacia arriba. Es en este contexto que la IX cam, como foro multilateral, adquiere relevancia al ofrecer oportunidades y espacios para que las sociedades civiles de los distintos países del continente (empresarios, organizaciones sociales, universidades, think tanks, comunidades científicas) puedan tener mayor incidencia en la construcción de la agenda de cooperación. A continuación, presentamos algunas ideas en esta dirección. Es esencial advertir que, desde la perspectiva analítica de nuestro reporte, las desigualdades son un eje fundamental de la reflexión hemisférica. Al mismo tiempo, se plantea la necesidad de vincular los distintos asuntos y temas prioritarios para la agenda de cooperación en las Américas, por tratarse de problemáticas profundamente entrelazadas e interconectadas entre sí y que generan círculos viciosos o virtuosos.
ED