En las montañas de Obersalzberg, las ruinas de Berghof, la antigua casa del dictador Adolfo Hitler, desde donde se asegura que habría dado la orden de la "solución final", están abandonadas desde 1952. A unos 300 metros de distancia, desde 1991 funciona el el museo Dokumentation Obersalzberg, que en los últimos años está siendo víctima del fanatismo de la extrema derecha. Ahora, las autoridades de este espacio cultural luchan por impedir que esta se convierta en zona de culto.
El pequeño museo, que documenta las atrocidades cometidas por el régimen de Hitler, viene siendo víctima del fanatismo nazi: les pintan los carteles, dibujan cruces esvásticas en los árboles, encienden velas en el muro perimetral. Por si ello fuera poco, se organzan tours desde diversos países de Europa, donde las doctrinas de extrema derecha están en auge, que llevan a decenas de fanáticos del "fuhrer" al lugar donde el dictador pasaba sus vacaciones y descansos.
Mathias Irlinger, que trabaja en el museo desde 2004, encabeza la lucha contra este fanatismo: "Si no haces nada sobre una zona, ellos pueden hacer lo que quieran. Si solo dices 'aquí vivió Hitler', es un problema". "Algunos quieren dejarlo tal y como está y otros piensan en crear una audioguía o algo más. Cuanta más gente haya por aquí, menos probable será que ellos saquen sus banderas. A la extrema derecha le gusta ir a lugares escondidos", indica Irlinger.
"Cada vez se nos complica más porque a los skinheads podemos verlos, pero lo que tenemos ahora es gente más inteligente. Dicen cosas que están en el límite. Se esconden más. Saben cómo provocar, hacer preguntas y plantear argumentos que lleva mucho tiempo rebatir", afirma Irlinger, cuyo museo alterna las fotografías de Hitler tomando té, jugando con su perra y asistiendo a la ópera con las decisiones que tomó entre aquellas sesiones de fotos para matar a millones de personas.
Tres de los empleados de Berghof dieron su testimonio en un libro publicado este año en Gran Bretaña. Su ama de llaves, el ayuda de cámara y la camarera relatan en él cómo le llevaban el desayuno, le preparaban la cama o le daban ánimos al Führer. Allí, por ejemplo, la máxima regla era que no se podía dirigir la palabra a Eva Braun, ni ninguna otra pareja del dictador alemán. Y eso implicaba que nunca se podía contratar personal nuevo, porque no era de confianza.
La vida en Berghof era enormemente monótona, razón por la que Eva Braun estaba tan malhumorada con Hitler. En plena Segunda Guerra Mundial, cuando ya dominaban la escasez y medidas de austeridad, Eva insistía en tener lujos. “Algunas personas no tenían nada y ella estaba pidiendo sopa de tortuga, jugo de naranja recién prensado y productos de confitería”, explican.