Los sherpas habitan al pie de ciertas montañas de Asia y su destino era permanecer ignorados por los hombres y mujeres de Occidente; pero quiso el azar de la geología que entre esas montañas estuviera la más alta del mundo, y los ociosos deportistas que se enfrentaban al reto impráctico de llegar a su cima «sólo porque estaba allí» descubrieron que estos sherpas eran especialmente resistentes a la esforzada tarea de escalar las pendientes escarpadas mientras llevaban en sus escuálidas espaldas las tiendas de campaña, las provisiones, las cámaras fotográficas, el equipo de té y los demás bártulos indispensables para la labor del montañismo. Las insistentes expediciones que durante el siglo XX trataron de hacer cima en el Everest llevaron todas, sin excepción, guías y portadores reclutados entre los hombres (y más tarde también mujeres) de este pueblo. Cuando en 1953 se llegó a la cumbre por primera vez, la prensa mundial insistió en otorgarle todo el mérito al neozelandés Edmund Hillary, un rubicundo ex oficial de las fuerzas armadas británicas, mientras dejaba en un difuso segundo plano al sherpa que lo había acompañado hasta allí. Recién varias décadas después ambos escaladores empezaron a recibir igual parte de la gloria. Los sherpas demostraron tanto talento como guías que pronto la palabra empezó a usarse como figura literaria para nombrar a cualquier persona que tuviera como misión orientar y aconsejar a un recién llegado. Y así es como hay sherpas de este tipo en las cumbres de jefes de estado, con lo que la metáfora se vuelve completa; su misión es organizar la agenda, fijar el temario y vigilar el protocolo.
(En la imagen, Jake Gyllenhaal y Josh Brolin tratan de sobrevivir a la altura y el mal clima, en Everest, de Baltasar Kormákur, 2015.)