Los viejos relatores de fútbol hablaban del banderín solferino. El solferino es un color; un rojo intenso, algo violáceo. Como a los relatores deportivos les gusta el lenguaje adornado —llamar esférico a la pelota o cancerbero al arquero— podríamos suponer que es la forma rimbombante que encontraron para referirse al rojo de siempre. Pero en este caso se trata de algo diferente: en sus reglamentos, la Asociación del Fútbol Argentino usa exactamente esa palabra para definir el color que deberá llevar el banderín de uno de los dos jueces de línea. Este color no existió siempre: fue inventado en el siglo XIX. Hacia 1859, químicos franceses sintetizaron una nueva tintura que permitía teñir telas con una tonalidad fuerte y duradera. Días antes, Napoleón III, el sobrino de Bonaparte que inspiró la frase sobre la farsa y la tragedia, había derrotado a los austríacos en una batalla sangrienta. Por patriotismo, los químicos decidieron bautizar su tintura con el nombre del pueblo italiano en donde se había combatido: Solferino. Además de bautizar un color inédito esa batalla tuvo otras consecuencias. Un comerciante suizo que recorría la zona presenció el enfrentamiento y se encontró con un paisaje desolador: miles de muertos de ambos bandos en las colinas y las trincheras, y miles de heridos de diversa gravedad, quejumbrosos, en lenta agonía, dejados a su suerte. Tan conmovido como perturbado, decide crear una institución humanitaria y neutral que ayude a quienes padecen una guerra o una catástrofe natural. Como símbolo elige la bandera de su país, Suiza, pero invierte los colores. Así se fundó la Cruz Roja. Es una lástima que no se haya llamado Cruz Solferina.
(Imagen: diez años después de Solferino, el emperador Napoleón III —el caballero de la izquierda— financia experimentos secretos para construir un soldado invencible. Las cosas no salen bien y se termina desplegando un universo distópico, con zepelines, autos a vapor y una Torre Eiffel doble. Avril et le monde truqué, de Franck Ekinci y Christian Desmares, 2015. )