Llueve toda la semana. Es difícil entrar y salir del campo cuando no amaina. Vamos y venimos a San Andrés de Giles día por medio porque trabajamos en la ciudad. No es tanta la distancia, pero es honda. No hay gas natural, no hay internet, no hay agua de red... Estamos a una hora del microcentro, y lo que redunda en alegría por el contacto con la naturaleza incluye una lista de inconvenientes. Sospecho que descentralizar resultará imposible. Las huellas del camino se desdibujan minuto a minuto y el auto comienza por hacer ruido y termina quedándose en el barro. A veces hay que salir y seguir a pie, hacer el camino resbaloso de la tierra que deriva en las zanjas a los costados de la calle y tirar las alpargatas porque es visible que ya no podremos recuperarlas. Llueve y es hermoso oír la lluvia en los techos de chapa cuando se está a reparo. Hermoso y amenazante. Una música y una alerta.
Pese a todo, estoy entusiasmada. Un mail me comunica que a partir de hoy estaré a cargo de esta columna. “Podés escribir lo que quieras”, dice. Estoy feliz pese a que llueve, pese al mundo en que vivimos y las imágenes que nos llegan cuando logramos sacar el auto de la huella arrojando escombros, pese al hombre que le disparó a otro porque hizo olas que entraron a su casa, pese al nene que se quedó electrocutado al tocar un poste y la familia que tuvo que subir todo arriba de una mesa. Algo en mi corazón no está muerto. “Llueve y alguien está diciendo llueve”, escribió Vicente Luy; y yo empiezo a buscar qué decir, a encontrarme con quienes ya leen esto y con quienes vayan a sumarse.
Es poco lo que podemos hacer con las palabras, y sin embargo, y aunque llueva, alguien está diciendo llueve, alguien está escribiendo.