Joe Biden enfrenta varios desafíos simultáneos a corto plazo, legados de la desastrosa y bochornosa presidencia de su predecesor. Superarlos es crucial para la normalización y renovación de la democracia estadounidense y de su liderazgo en el mundo liberal.
El primero es normalizar la gobernanza democrática: o sea volver a gobernar con competencia, humildad, decencia, empatía, transparencia, racionalidad, rendición de cuentas y efectividad, formulando e implementando políticas públicas basadas en la verdad, en datos y hechos reales, en la ciencia y sus investigaciones y en fuentes fidedignas. Todo lo contrario de su antecesor. Biden ha convocado a un equipo de reconocida experiencia y conocimientos, lo que indica que los desafíos domésticos e internacionales serán abordados adecuadamente.
La prioridad de Biden es encarar el dual desafío de la mortal pandemia y su nefasto impacto en la economía y el empleo. Este desafío urgente se ve doblemente complicado por la inexplicable inexistencia en la previa administración de un plan estratégico de coordinación con los estados para distribuir y administrar la vacuna. Tal incompetencia y negligencia ha costado, en menos de un año, más de 400 mil muertes, que rondan hoy en unos 4 mil decesos diarios. La pandemia acabó con la más larga expansión económica en la historia del país, entre 2009 y 2020, a un promedio anual de 2,3%; terminó con una caída de 3,4% del PBI, se perdieron casi 11 millones de puestos de trabajo y se alcanzó un 6,7% de desempleo. Para combatir la pandemia y rescatar y reactivar la economía, Biden ha propuesto al Congreso un paquete de 1,9 trillones de dólares, que incluye un plan para vacunar 100 millones personas en los primeros cien días de su gobierno.
Pero en el sistema norteamericano el presidente propone y el Congreso dispone, y aquí el desafío será persuadir a los legisladores republicanos (conservadores fiscales), que cuestionarán el paquete por aumentar el déficit (3,7 trillones de dólares) y la deuda (27 trillones). No le será fácil generar consensos o acuerdos, en particular en el Senado, donde la mayoría demócrata es mínima. Si no lo logra, intentará avanzar unilateralmente, pero socavaría su conciliatorio llamado a la unidad y ahondaría la grieta política.
Y la amenaza del terrorismo doméstico a la institucionalidad del país continúa latente en círculos extremistas (QAnon, Proud Boys, Oath Keepers), que siguen propagando en las redes la noción sediciosa de que los demócratas se robaron las elecciones y que Biden no es el presidente legítimo (la Gran Mentira); hasta difunden que los militares están en control del gobierno y que Biden gobierna desde un estudio de televisión, aunque algunos ya expresan su desilusión con Trump por no haber declarado la ley marcial, cancelado el traspaso del mando y permanecido en el poder. El gran reto es cómo erradicar esa minoría extremista sediciosa que invadió el Congreso, racistas, supremacistas, nacionalistas y xenófobos, a la que Trump incitó a tomar el Capitolio para impedir la certificación de Biden y “salvar” la república de traidores, incluyendo su propio vice, Mike Pence.
También tendrá que contrarrestar el ciberterrorismo de “hackers” rusos y chinos que, además de ataques cibernéticos contra instituciones gubernamentales y privadas, han amplificado las teorías conspirativas domésticas para generar confusión y desconfianza en los resultados de las elecciones y deslegitimar al gobierno de Biden. Y a ello hay que agregarles los desafíos estratégicos que China, Corea del Norte, Irán y Rusia representan en el plano económico, militar, nuclear, cibernético y espacial. Biden además enfrenta las crecientes demandas para regular internet y las redes sociales, a fin de contener la diseminación de noticias falsas y teorías conspirativas que instigan a la violencia y la insurrección, pero protegiendo al mismo tiempo la libertad de expresión.
A mediano plazo, el otro gran reto de su gobierno consiste en restaurar la confianza en las instituciones, valores, normas y prácticas que han caracterizado la democracia norteamericana, particularmente entre el electorado republicano al que Trump engañó con que le fue robada la elección. Ello implica además disminuir la inequidad socioeconómica, el racismo, la xenofobia, la corrupción, la demagogia y la demonización de la oposición, entre otros.
La combinación, la gravedad y la urgencia de los desafíos constituyen en realidad una emergencia nacional inusitada. La cuestión es si la nación y sus líderes son capaces de superarla, como se ha preguntado el presidente Biden. Por ahora, la democracia pasó el “stress test” del falso cuestionamiento de las elecciones y la toma sediciosa del Capitolio el inolvidable 6 de enero. El gobierno está nuevamente en manos de adultos responsables y competentes.
Pero la normalización y renovación de la democracia norteamericana tomará su tiempo. Si se logra, el país recuperará la imagen de aliado y socio previsible y confiable en el mundo democrático y liberal. La sobrevivencia, la fortaleza y el papel de ese mundo en un sistema internacional cada vez más contencioso y de rivalidad entre grandes potencias dependen de ello.
* Analista internacional, reside en Washington, D.C.