El principal problema que tenemos los jóvenes en la Argentina es que no se presta suficiente atención a nuestros principales problemas. Ni la discriminación contra las personas LGBT+, ni el cambio climático, ni la violencia de género, ni el bullying, ni la falta de educación sexual, ni las adicciones a las drogas, los dispositivos electrónicos y sus redes sociales son nuestro principal problema.
Son cuestiones –desde ya, muy importantes– pero que aquejan a toda la sociedad. La discusión pública los ha mostrado como problemas que sufren principalmente los jóvenes, pero no tienen una raíz ni una solución únicamente joven.
Esto es problemático porque la sociedad se desliga de la responsabilidad de enfrentar estas cuestiones y la traslada a la juventud. Nos relega a la discusión de temas en los que prima el simbolismo en las respuestas públicas, se inhibe nuestro potencial transformador y nuestro rol queda reducido al de participar en marchas, debatir ocasionalmente con periodistas retrógrados en televisión y dar discursos –muchas veces guionados, no precisamente por jóvenes– que tienen más prosa que contenido. Peor aún, estos temas funcionan como un chupete que nos calla y nos distrae, porque reina la sensación de que nuestra participación política es suficiente al involucrarnos –sólo– en esas cuestiones.
El principal problema que tenemos los jóvenes en la Argentina es que no se presta suficiente atención a nuestros principales problemas
En paralelo, los jóvenes con mayor visibilidad política –como Ofelia Fernández o Iñaki Gutierrez, por nombrar dos exponentes de ambos lados del espectro ideológico– no ponen en la mesa nuestros problemas específicos: hablan de corrupción, de neoliberalismo, de violencia de género, cuestiones generales y partes centrales de las conversaciones que ya están teniendo los adultos. No son líderes de la juventud, sino líderes que resultan ser jóvenes.
Hay muchos problemas que sí nos afectan de forma especial, y no se les presta suficiente atención. El desempleo juvenil (según Cippec, el mayor de la región), la calidad educativa y la falta de recursos de las escuelas y las universidades públicas, la desigualdad en el acceso a oportunidades de desarrollo, los crecientes problemas en materia de salud mental (Unicef advierte que la tasa de suicidio adolescente se triplicó en tres décadas), la falta de oportunidades y herramientas financieras seguras, que nos imposibilitan el ahorro y la proyección a futuro, la falta de expectativas y posibilidades de acceso a la vivienda propia, la deserción en la secundaria y muchos más.
El bienestar de la juventud y el del resto de la sociedad son mutuamente dependientes
No es que no se esté haciendo nada sobre estas cosas o que no haya jóvenes comprometidos con atenderlas. Simplemente no tienen el lugar que se merecen. Tenemos que encontrar las formas de poner estas preocupaciones en la agenda pública y buscar soluciones, trabajando con los gobiernos –y en los gobiernos– de forma interseccional. Esto implica informarse y empoderarse, conversar con los demás y, especialmente, con quienes toman las decisiones.
No es una lucha intergeneracional sino lo contrario: el bienestar de la juventud y el del resto de la sociedad son mutuamente dependientes. Ambos se beneficiarían con este sinceramiento porque permitiría un mejor manejo de los problemas generales y de los que son específicos para la juventud.
Este cambio requiere un esfuerzo doble: los jóvenes tenemos que empezar a impulsar una agenda propia y no la que a los adultos le queda cómodo que impulsemos. El resto de la sociedad tiene que dar ese espacio y hacerse cargo de lo que hasta entonces delegó en la juventud.
No sería correr el riesgo de incomodar –en nuestros espacios y en la discusión pública– sino más bien asumir deliberadamente el compromiso de incomodar. Es necesario.
*Estudiante de Ciencia Política y Gobierno (UTDT) (@felipegalzaga).