La estrategia en materia sanitaria se resume en “aplanar la curva de expansión del contagio”.
Alberto Fernández, imponiendo el instrumento de confinarnos, logró un liderazgo que rompió la grieta e induce a apostar que el pánico derivará en sensatez política –condición necesaria– y tal vez económica que, sumada a la primera, sería suficiente para empujar hacia el futuro por sobre nuestros escombros, que se acumulan de décadas.
Aplanar la curva del contagio nos aleja del colapso del sistema de salud. El riesgo mayor.
El aislamiento físico nos protege, pero acelera el freno a la economía. Su éxito, paradójicamente, empuja el descenso de la actividad hacia un pico recesivo que en sí sería gravísimo: preocupación por nuestros conurbanos.
Si la política sanitaria consiste en aplanar la curva del contagio, la política económica debe consistir en aplanar de manera urgente la curva de la recesión.
El Gobierno, antes de la cuarentena, tomó medidas sociales y económicas destinadas a “aplanar la otra curva: la de la recesión”.
Aplanar la curva del contagio preserva la salud del sistema sanitario. Demorar puede producir daños irreversibles.
Aplanar la curva de la recesión evitará daños irreparables que, más allá de las cuestiones coyunturales, son la destrucción de la organización del capital productivo y la profundización de la destrucción del tejido social.
Los argentinos en peligro vital de contagio, los mayores de 60, somos también testigos de lo suicida que ha sido, a lo largo de estos 45 años, ejecutar políticas de destrucción de la organización del capital y de destrucción del tejido social. Sea que hayan sido para disciplinamiento o por incapacidad de escapar a la presión de la economía vudú de Chicago.
Los objetivos iniciales de la gestión Fernández han pasado a segundo orden. Las políticas fiscales y monetarias “antiinflacionarias”, además de ineficientes, en este contexto no son posibles. Las políticas de contención del gasto e incremento de la presión tributaria producirían efectos catastróficos.
Los objetivos hoy son otros. Los instrumentos también lo serán. Las palabras de los ministros van por ahí.
Así como el coronavirus llevó al “estado de excepción” en la vida ciudadana, para aplanar la curva de la recesión es imprescindible el “estado de excepción” en la economía.
El acuerdo económico y social destinado a controlar precios y salarios se tornó políticamente posible y económicamente necesario.
Sostener la actividad (pago de salarios, cuidado de los ingresos “no salariales”, financiamiento de la producción, incentivos a la exportación) implica más gasto público y más moneda en el mercado.
Contener y controlar la inflación y aplanar la curva de la recesión obliga, entonces, a una “economía de control”: el mercado no lo puede hacer.
“Estado de excepción” en la vida económica: única manera de hacer compatible el control precautorio de la propagación del virus con evitar el derrumbe de la economía y la desorganización del capital y la profundización de la destrucción del tejido social.
La economía china, en el primer bimestre de 2020, experimentó una caída del 43% en restaurantes, 32% en producción automotriz, 20% en comercio de detalle y 16% en manufactura. Las exportaciones cayeron un 17%. Las importaciones solo un 4%: la de carne creció un 120%. Los pedidos no parecen haberse interrumpido.
A la caída del bimestre le sucedió, así parecen indicar los datos, una recuperación de hasta el 70% de los niveles previos a la crisis.
El vigor de la economía china -décadas de crecimiento, estructura diversificada e integrada y la disciplina de un régimen autoritario- no es comparable con el nuestro, con décadas de estancamiento, una estructura frágil, “especializada” y desintegrada, y con la rebeldía de una sociedad promotora de derechos sin acumulación previa.
Esa ausencia de fuerzas naturales y de motores externos obliga al Gobierno a desempantanar y a administrar. Tenemos documentadas experiencias nacionales previas de concertación y control, que promovieron el crecimiento y contuvieron las presiones inflacionarias.
Esta crisis amenaza con un peligro de deshilachamiento social y ofrece una oportunidad para movilizar nuestra inmensidad de recursos que nos ha convertido, por su no realización, en una oportunidad frustrada.
El Gobierno, respecto de la coyuntura, está enfocado; y las señales que nos brinda van en la dirección correcta: pueden esperarse decisiones complementarias que aplanen la recesión.
Pero, aunque la presión del momento obligue a ceñirse al presente, hay que evitar que lo monopolice.
No hay tal cosa como el presente en el hacer de la política, allí todo es pasos hacia el futuro. Una dirección incorrecta es el extravío con las mejores intenciones.
Hoy es la gran oportunidad para repensar el fracasado rumbo de 45 años. Lo están haciendo los líderes del Primer Mundo respecto del modelo de los 80.
Para Emmanuel Macron esta pandemia revela que hay bienes y servicios que deben estar fuera de la soberanía del mercado. “Delegar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de cuidar nuestras condiciones de vida, en manos de otros es una locura”. Sostiene que “las reglas del mercado” son inhábiles para esta coyuntura. Pero además plantea una ruptura modelística.
Bruno Le Maire, su ministro de Economía, afirma que las consecuencias de esta pandemia afectan el modelo global de las “cadenas de valor” y que su país, la Europa toda, debe reducir su dependencia vis-à-vis con algunas grandes potencias.
Nada será igual después de la crisis.
El coronavirus, como el mensaje de Laudato Si’, son llamados de atención para repensar el modelo dominante y también una oportunidad para reconstruir nuestro tejido industrial y nuestro tejido espacial, cuya destrucción deliberada es responsable de nuestra deuda social y de nuestra deuda externa. Necesitamos concertación social ya y pensar el nuevo desarrollo.
Aplanar la curva y levantar la mira es la manera de liderar la Nación. Tal vez “lo nuevo es lo que se ha olvidado”: Francis Bacon.
*Profesor emérito FCE UBA.