Creer ingenuamente que estamos frente a un “auge de las imágenes” es no entender que una imagen tridimensional y dinámica, es también una imagen. Es decir, no entender, que todo lo que nuestros ojos ven, es también una imagen. Lo que sí está ocurriendo, y con una frecuencia exponencial -escalofriante- es la irrupción de imágenes dentro de las imágenes (como las que salen del rectángulo que llevamos a todos lados). Imágenes que proponen un pliegue (digital) de las imágenes del mundo circundante, a veces un repliegue (imágenes retocadas), o un despliegue (dibujos animados, gaming). Todos estos, sin una conciencia detrás, o con una transmisión representativa (en código binario) de una transmisión puntual en vivo de un organismo consciente (una videollamada, un streaming). No diré una transmisión irreal de una real, porque ambas son reales, que no haya una conciencia en el objeto de la imagen no la vuelve por ello irreal.
De todos nuestros sentidos la vista es el que más usamos, el que le sigue es la audición. Cuando se crean dispositivos que nos invitan a participar con nitidez (5k) o directa inmersión (óculos) de imágenes y sonidos directo a nuestro cerebro, estamos frente una poderosísima arma de comunicación. Nada nuevo hay en esto, de ahí la propaganda política, la publicidad comercial… Pero la creación de imágenes que antes se usaba con casi exclusivos fines persuasivos, ahora se pliega y dispersa, horizontaliza, se multiplica, y como consecuencia, se sobresatura … Al punto, que podemos tanto elegir como ser elegidos por las imágenes que nos transportarán, seleccionar una plataforma de series y películas, las historias de Instagram, el programa o video que se nos ocurra queramos ver, y no dentro de mucho vamos a poder ingresar a un universo donde todo eso conviva (multiverso). Pero estas herramientas tecnológicas, a diferencia de las anteriores unidireccionales (radio, cine, tv, fotografía de revelado), son de dos vías -no sólo para espectadores- lo que deriva en una despiadada y agotadora auto-edición del sujeto.
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Las posibilidades de “editarnos”, no nace con la tecnología digital (alguien maquillándose o poniéndose una corbata frente al espejo, está haciendo lo mismo), pero sí, hoy escalan a un paroxismo debido a sus atributos inéditos: rompen el esquema temporo-espacial (imágenes no exclusivamente acotadas al presente sino proyectadas a un futuro indefinido, y no circunscriptas a un único espacio, sino multisectoriales) y las eficaces posibilidades de transformación -filtros, photoshop- y cropeo para efectuar, o incluso fabricar, recortes y así ocultar partes no aceptables socialmente (“la sombra” Jungiana).
La imagen, sea estática (foto) o dinámica (película), está llena, colmada, no le “falta” nada. Aquello que le falta, simplemente, no está en la imagen. Por eso, no debe sorprendernos, que, en tiempos en que pareciera que la libertad es inmensa, surge una contracorriente, arcaica, dogmática: la política de la cancelación. Aquello que nos disgusta o nos parece injusto, no debería siquiera ser visto ni oído, sino condenado y erradicado sin trámite previo. Sin diálogo mediante. Y es el diálogo, el fruto no del estímulo audiovisual, sino de un proceso sofisticado y complejo basado en el mecanismo de escritura.
La escritura permite describir aquello que no está en la imagen, habilita a sumergirnos a una profundidad, que la imagen (llana, como la pantalla) no permite. La imagen, aunque parezca una redundancia, sólo puede mostrar…
No resulta tampoco ajeno a esta tendencia que ciertos artistas “rebeldes” se tengan que tatuar la cara para de-mostrarlo y, en las letras, mencionar compulsivamente las marcas más caras reforzando una imagen aspiracional mientras se valen de melodías extraídas de temas que fueron hits de otrora, livianamente camuflados. Festivales excentos de esencia. En arquitectura, el auge del durlok en las construcciones. Mostrar algo, sin importar qué hay detrás.
¿Cuál sería el problema de que esto nos invada? Recomiendo volver a leer (en ambos sentidos de la palabra).