En una época en la que todo parece resolverse con inmediatez, nuestra salud también corre el riesgo de caer en la trampa de la rapidez. Cada vez más personas se saltean la consulta con el oftalmólogo y van directo a la óptica a cambiar sus anteojos. Lo que parece una decisión práctica puede convertirse en un error grave, porque detrás de una simple receta de lentes pueden esconderse enfermedades que, si no se detectan a tiempo, dejan secuelas irreversibles.
El concepto “si veo bien con mis anteojos, no pasa nada” es, quizás, una de las falsas seguridades más peligrosas. El glaucoma, por ejemplo, es la principal causa de ceguera irreversible en el mundo. No duele, no molesta, no avisa. Solo puede descubrirse en un control oftalmológico. Lo mismo sucede con la maculopatía o las cataratas: patologías que, en sus primeras etapas, son prácticamente invisibles para quien las padecen, pero que sí pueden ser diagnosticadas por un especialista.
Más de un millón de argentinos tienen glaucoma
Un control anual con el oftalmólogo debería tener la misma lógica que un chequeo de laboratorio o un electrocardiograma de rutina. Revisar nuestra vista no debería ser una excepción, sino un hábito preventivo. Sin embargo, la pandemia y la cultura de la inmediatez dejaron instalada la idea de que ir a la óptica es suficiente. No lo es. En la óptica se miden lentes, no se diagnostican enfermedades.
En el Congreso Faco Extrema, organizado en Buenos Aires bajo la consigna “Héroes y villanos”, quisimos ser claros: el villano es saltarse la consulta médica. El héroe es el chequeo a tiempo. Un examen de pocos minutos puede significar la diferencia entre conservar la visión o perderla para siempre.
Hoy, que tenemos acceso a más información y tecnología que nunca, no deberíamos resignarnos a la pérdida evitable de la vista. La invitación es sencilla y concreta: hacernos cargo de nuestra salud visual con responsabilidad. Porque ver bien no siempre significa estar bien.