Unos 130 sacerdotes desperdigados por el mundo convirtieron en estrella mundial a un sujeto que, hasta hace diez días, pasaba desapercibido sin que la opinión pública reparara en él, ni en periódicos ni en redes. Una celebridad involuntaria que, paradójicamente, enarbola banderas no guiadas por ningún tipo de modas o resultado de algoritmos predictivos.
Ante todo, León XIV tiene una misión sobrenatural, religiosa. Busca re-ligar con el creador. A priori, su elección es muy significativa para los que creen, pese a que ningún método empírico ratifique lo que proponen en Nature.
Pero para muchos de los que hoy regalan su atención durante el scroll a los contenidos en torno a León XIV, la cuestión de Dios no es un problema. Para otros, incluso, definitivamente es imposible que exista. Y los hay quienes creen que hay un Dios bueno, creador, misericordioso, y entre ellos algunos seguirán al Papa, llámese como se llame, haya nacido donde haya nacido.
Para todos, León XIV –como sus predecesores– es alguien a quien contemplar, y a quien ceder segundos, protagonista repentino de la discusión por la atención.
Una investigación reciente de un colega de la Universidad Austral, Arturo Fitz Herbert, aborda cómo en Argentina y en México, creyentes y no creyentes construyen una suerte de “modernidad barroca”, en la que conviven con naturalidad postulados religiosos culturalmente arraigados con otros ideológicos propios de una sociedad secularizada.
Al menos en Occidente, como ya quedaba magistralmente plasmado en el intercambio epistolar entre Umberto Eco y el cardenal Carlo María Martini, el no creyente echa mano de vez en cuando del postulado del creyente con absoluta naturalidad; es más, en ocasiones lo hace con mayor énfasis. Sí, como demuestra Fitz Herbert con un colega mexicano, los ateos agradecen a Dios.
Ocurre algo parecido con el Papa. Hay algo en León XIV que lo convierte en una figura que Henry Jenkins definiría como “pegajosa”; hay algo que, en la ecología mediática actual, lo hace atractivo, al punto que es casi un deber compartir sus primeras imágenes en redes sociales, o salir a escribir libros rápidamente de él.
Quizá sea porque se deposite en él expectativas para resolver horizontes que nadie parece estar cerca de resolver, solo aquel que esté cerca de un Dios que todo lo pueda. Quizá este hombre que nos habla desde el propio celular sea el camino para la paz mundial o la personal. O la llave para la fraternidad, o para recuperar una dignidad humana herida por tanta miseria, indiferencia, desprecio… Y claro, estamos los que creemos en un Dios misericordioso que involucra todos esos puntos, y muchos más, y creemos que él es su representante. Y para todos nosotros, seguramente, se suma algo del colorido de sus atuendos y tradiciones, con el condimento de las ficciones de Netflix.
En la era del contenido, la discusión por la atención de las personas es protagonizada por empresas, medios, políticos, marcas, y también religiones. En ese contexto, los consumidores de contenidos necesitamos de esos líderes que naveguen, incluso contracorriente, señalando que ciertas búsquedas, por más inciertas que suenen y por menos empíricas que sean, han de ser emprendidas; que ciertos valores, por menos retribución que parezcan tener, que ciertos ideales, por más idílicos que luzcan, valen la pena ser enarbolados.
Hace 1600 años, san Agustín postulaba que “para refutar a los que presumen que se conducen sabiamente negándose a creer lo que no ven, les demostramos que es preciso creer muchas cosas sin verlas, aunque no podamos mostrar ante sus ojos corporales las verdades divinas que creemos”.
Le toca a un discípulo de Agustín, Robert Francis Prevost, tomar la posta en ese noble propósito, que más allá de proponer a Dios, siembra esperanza. Bienvenida su involuntaria popularidad, que a todos beneficia.
*Secretario académico de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.