Si el mundo estuviera regido única y exclusivamente por la causalidad física y su ciego determinismo, por la mera facticidad de todo, sería el escenario de las certidumbres ya previstas y no también de las sorpresas y milagros. Sin embargo, y de manera afortunada, el mundo y las vidas que lo habitan están más bien regidas por diversos encantamientos que las vuelven casi siempre impredecibles, el primero de los cuales es la libertad, no tanto un encantamiento en sí mismo, sino más bien el arte que los suscita a todos.
Así, y de muchas maneras, no ser capaces de predecirlo todo, estar casi por completo desprovistos de la posibilidad de fabricar certezas allí donde hacerlo sería de una monotonía tan insuperable como angustiante, es más fuente de dicha que de desgracia, pues buena parte de nuestros gozos proceden de esos regalos impredecibles que la vida esconde y prodiga en más ocasiones de las que somos capaces de apreciar, pero no en tantas como merecemos.
No saber no es una desventura, así como es gozoso y humilde saber que no se sabe, lo que fomenta esa virtud no contraria a la desesperanza –la esperanza–, sino antagonista del control, que es la marca y seña de la ciencia y la técnica, que se sitúan a sí mismas más como causa del mundo que como fuente de su posible explicación. Así, en efecto, el control está más bien asociado a lo racional, a esa “astucia de la razón” de la que orgulloso hablaba Hegel, una razón que aspira a que todo sea previsible, mientras que la genial impredecibilidad del mundo se vincula sobre todo con la “astucia de la esperanza” de Ernst Bloch.
En el extremo contrario de esa mirada encantada y humilde que todo lo espera, y en la forma de una fianza de sentido hacia el porvenir, la ciencia y la técnica constituyen hoy un imperio planetario con voz y todos los votos, pero sin rostro y mirada y, por lo tanto, despótico como todo imperio, tan imperantes como imperativas, tan ciertas de sí mismas como inseguras de sus presuntos beneficiarios, a los que en consecuencia no queda sino dominar hasta el más mínimo de sus detalles existenciales.
De este modo, ciencia y técnica, que debieran seguir localizadas como hardware del mundo, se han vuelto su software hasta colonizarlo por completo y de modo exhaustivo. Ahora bien, y de manera feliz, la vida siempre desarrolla al respecto una ética de la resistencia, incluida la procrastinación de cuanto debe procrastinarse, modos de existir que continúan fluyendo allí donde se aspira a ponerles diques y no compuertas, pantanos y no puentes, vallas y alambrados y no campos y mares abiertos.
La vida inventa subterfugios creativos e innovadores para enfatizarse a sí misma contra todo intento de encasillamiento, contra todo confinamiento, porque la vida no es confín, sino destino, y aunque nada de eso la redime de su carácter frágil y fugaz, no la deja desprovista de lo mejor que tiene y puede dar de sí, lo intenso y fecundo, nunca sujeto a cálculo y pronóstico, más cercano a la poesía que al algoritmo.
Querer predecirlo todo, más que científico y técnico, es de una superstición megalómana que, a fin de cuentas, termina por arrojarnos al horóscopo como forma reactiva de conocimiento, tarde o temprano, y por paradójico que resulte, y no es que planetas y estrellas no influyan en nuestra vida de algún modo –la puesta del sol invita al sueño–, lo relevante es que la ciencia y la técnica exorcizan el milagro para dejarnos tan solo astronomía donde antes había éxtasis.
Como sabiamente afirmaba Chesterton, “el problema no es que los hombres hayan dejado creer en Dios, el problema es que ahora creen en todo lo demás”, y en la ciencia y la técnica en primer y casi único lugar.
La risa de los niños es impredecible; las mareas lo son, pero no los viajes en barco y las aventuras que encierran; tal vez podamos predecir con exactitud cuánto demora un viaje en avión, pero solo si no viajamos en ellos podemos verlos volar, y la luz de las estrellas quizás sea igualmente previsible, pero no cómo ilumina el rostro que amamos y el rostro de quienes nos aman: nada de todo eso es predecible pero, en verdad, es lo único que mueve el mundo y lo convierte en maravilloso.
*Profesor de Ética de la comunicación. Escuela de Posgrados en Comunicación Universidad Austral.