La sociedad del rendimiento ha conseguido algo que se nos antojaba por completo impensable: convertir a la política en objeto de desprecio universal y esto, en gran medida, porque el sujeto autoproducido que es signo de nuestros tiempos experimenta cualquier forma de mediación comunitaria como obstáculo para su performance individual, una profunda aversión hacia lo político que no es casual en absoluto, sino que responde a una lógica sistémica que anhela la despolitización radical de la existencia.
Aristóteles definía al ser humano como zoon politikon, animal político por naturaleza y, de hecho, la política no era para los griegos una actividad profesional, sino la condición misma de la humanidad plena. Así, en la polis se realizaba la excelencia humana, la areté, mediante el ejercicio de la palabra y la acción en común, y esto hasta el extremo de que quien quedaba excluido de este espacio público era considerado idiotes: aquel que vive replegado sobre sí mismo, incapaz de trascender la esfera privada.
También Zygmunt Bauman advertía sobre los peligros de esta privatización de la existencia en nuestros tiempos de la modernidad líquida. Cuando los ciudadanos se retiran al ámbito doméstico y consumista, el espacio público se vacía y queda a merced de poderes no democráticos, por lo que no queda sino alertar acerca de que la antipolítica no es neutralidad, como podría parecer, sino la entrega del poder a fuerzas que operan sin control ciudadano.
En los tiempos más recientes, además, el enjambre digital ha potenciado esta tendencia ya que las redes sociales crean la ilusión de participación política mediante el activismo de sofá y la indignación viral. Sin embargo, esta pseudopolítica carece de la dimensión deliberativa que caracteriza al auténtico ejercicio democrático. En el fondo, no se trata sino de una política pornográfica: exhibicionista, inmediata, carente de la paciencia que requiere la trabajosa y hasta artesanal construcción de verdaderos consensos.
Por el contrario, la política genuina necesita y exige tiempos largos, y demanda con urgencia salir del ensimismamiento narcisista para encontrarse cara a cara con la alteridad del otro, soportando siempre la tensión del conflicto sin resolverla mediante la exclusión o la violencia, todo lo cual resulta incompatible con la temporalidad acelerada del individualismo digital.
Una sociedad que renuncia a la política se condena a la tiranía algorítmica, y en ella –más temprano que tarde– los ciudadanos se convierten en usuarios, la democracia en datacracia, la deliberación en manipulación de datos y el poder se ejerce sin rostro ni responsabilidad, solo y siempre mediante dispositivos automatizados que escapan al control democrático.
Por paradójico que resulte, la despolitización es una decisión profundamente política, e implica elegir la apatía para terminar entregando el futuro común a fuerzas incontrolables. Ante este escenario, reivindicar la política (y a los políticos) es defender la posibilidad misma de un destino en el que los contactos efímeros a los que las redes nos tienen acostumbrados se conviertan en fecundas comunidades.
*Profesor de Ética de la Comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.