OPINIóN
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Entender la jugada final de Rusia

La Unión Soviética surgió en 1922 prometiendo un futuro brillante para la humanidad, pero terminó siete décadas después en un fracaso tan masivo que los países occidentales tuvieron que enviar ayuda humanitaria de emergencia. Al intentar recrearlo, el régimen de Vladimir Putin está condenando a Rusia a un destino similar.

Sergei Lavrov
El ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov (izq.), y el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, conversan mientras esperan la conferencia de prensa conjunta del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente ruso, Vladimir Putin, después de participar en una cumbre entre Estados Unidos y Rusia sobre Ucrania en la Base Conjunta Elmendorf-Richardson en Anchorage, Alaska, el 15 de agosto de 2025. | AFP

Muchos se quedaron boquiabiertos cuando el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, aterrizó en Anchorage, Alaska, para la cumbre entre Trump y Putin, luciendo una camiseta con las letras CCCP -el acrónimo cirílico de la Unión Soviética-. Obviamente, no fue algo al pasar. ¿Pero cuál es el mensaje que quería transmitir Lavrov?

Su mensaje, presumiblemente, era que la Rusia de hoy es tan grande y poderosa como lo fue la URSS, y que Vladimir Putin ha restaurado el estatus de su país como superpotencia merecedora del respeto mundial. La nostalgia de la época de la Guerra Fría -cuando la Unión Soviética y Estados Unidos eran las dos únicas superpotencias del mundo- ha consumido al Kremlin desde el desmoronamiento del imperio soviético.

El propio Lavrov es una criatura del pasado. Aunque domina el lenguaje de la diplomacia multilateral (gracias a un puesto anterior en las Naciones Unidas en Nueva York), su inclinación por la intimidación tiene claras raíces soviéticas. Parece sincero en su creencia de que las cosas eran mejores cuando existía la URSS. Sus viajes frecuentes a Pyongyang (Corea del Norte) en los últimos años no pueden haber sido agradables. Cuando se le presentó la oportunidad de celebrar una cumbre con el presidente estadounidense en lo que alguna vez fue territorio ruso, se aseguró de meter en la valija la camiseta que usaba en otros tiempos.

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El mensaje no habrá sido bien recibido en países que en otro momento estuvieron encerrados tras la Cortina de Hierro. El ministro de Asuntos Exteriores ruso ha confirmado los peores temores de estonios, letones y lituanos sobre el verdadero objetivo final de Putin, además de causar inquietud en el sur del Cáucaso y en Asia central. Estos países recuerdan a la Unión Soviética no como un imperio espléndido, sino como una prisión.

De hecho, fue el descontento entre los no rusos lo que finalmente desencadenó la caída de la URSS. En tanto se distendía la represión política tras los intentos de Mijaíl Gorbachov de reformar el sistema soviético decadente en los años 1980, se hizo imposible conciliar las aspiraciones de estas nacionalidades con el sistema centrado en el Kremlin. La Unión Soviética tenía que desaparecer para que sus pueblos fueran libres.

Lo mismo ocurrió en Rusia. Boris Yeltsin izó la bandera rusa, no la soviética, porque imaginaba un futuro en el que su país se hubiera desprendido de las cargas del imperio. Quería una Rusia gobernada por rusos, y ese objetivo no podía perseguirse dentro de un conjunto complejo y costoso de estructuras imperiales. La Unión Soviética era el pasado, mientras que Rusia, Ucrania y todas las demás repúblicas soviéticas que buscaban la independencia eran el futuro.

No era una visión descabellada. Luego del colapso de la Unión Soviética, hubo un acuerdo inmediato para respetar las antiguas fronteras entre las exrepúblicas, con el fin de evitar nuevos conflictos. Cuando Rusia respondió con extrema brutalidad al intento de Chechenia de declarar la independencia, el resto del mundo respetó la afirmación del Kremlin de que el enclave separatista se encontraba dentro de las fronteras rusas.

Después de esto, no había ninguna razón por la que Rusia y Ucrania -y todas las demás naciones anteriormente cautivas de la Unión Soviética- no pudieran vivir en armonía. Por supuesto, siempre iba a haber cierta competencia, quizás incluso una rivalidad intensa; pero esta dinámica podría haber sido saludable. Como buenos vecinos, todos estos países podrían haberse convertido en buenos socios -como ocurre en Europa occidental.

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Pero no fue así. La nostalgia imperial comenzó a renacer en el Kremlin. Amenazado por la evolución democrática en varios ex estados soviéticos, el régimen de Putin se volvió cada vez más autoritario. Con el tiempo, una Ucrania más democrática y liberalizada pasó a ser vista no como un socio, sino como un peligro para el régimen ruso, decididamente antiliberal y antidemocrático. Putin empezó a describir a Ucrania como “antirrusa”, aunque los ucranianos nunca representaron tal postura. Simplemente querían que Ucrania fuera Ucrania.

No es de extrañar que la remera de Lavrov se tomara como una amenaza en cualquier país donde en su día se instalaron regímenes satélite soviéticos. Pero también debería verse como una amenaza para la propia Rusia. Si el Kremlin sigue motivado por la nostalgia imperial, Rusia nunca podrá ser Rusia. Destruir e intentar ocupar Ucrania será una carga para generaciones. El último proyecto imperial del Kremlin podría sostenerse si China ve a Rusia como un satélite útil (tiene materias primas y energía, así como un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero no mucho más). Sin embargo, habrá renunciado a un futuro como estado-nación moderno relativamente pacífico y próspero -un objetivo que estaba perfectamente a su alcance.

La Unión Soviética fue un fracaso rotundo. Nació en 1922 con la promesa de un futuro nuevo y brillante para la humanidad, pero cuando se derrumbó siete décadas después, los países occidentales tuvieron que enviar ayuda humanitaria de emergencia. En el apogeo de la URSS, Nikita Khrushchev se jactaba de que “enterraría” a Occidente; en realidad, estaba cavando su propia tumba. Todos deberíamos agradecerle a Lavrov por recordarnos este legado miserable. La nostalgia que canalizó en Alaska es una amenaza para muchos, incluidos los rusos de a pie.

(*) El autor fue primer ministro y ministro de Relaciones Exteriores de Suecia.

Project Syndicate, 2025.