OPINIóN
una comparación

Familia en tiempos de pandemia

El impacto de las restricciones por el Covid-19, en Estados Unidos y en Argentina, permite a la autora reflexionar sobre la cultura familiar de ambos países a través de los ojos de su madre, nacida en Buenos Aires y radicada en Washington.

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Vacías. Buenos Aires y Washington, cuando las cuarentenas eran estrictas e impedían las reuniones familiares. | afp

Mi mamá siempre se queja de la “cultura americana”, la manera en que los jóvenes se van de la casa a estudiar a universidades en otros estados, muchas veces encontrando trabajo y echando raíces muy lejos de sus padres. 

La vida de ella en Buenos Aires giró siempre alrededor de la familia: sus primos, tíos y abuelos vivían a sólo minutos de distancia, y los fines de semana y las vacaciones los pasaba en familia, comiendo asados, jugando a las cartas y veraneando en Necochea.   

A los 28 años, vino a los Estados Unidos tras obtener un empleo en el Banco Interamericano de Desarrollo a través de un aviso que mi abuela vio en Clarín. 

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Cuando aterrizó en Washington D.C., en 1989, y empezó lo que sería el resto de su vida en los Estados Unidos, dejó atrás la seguridad y el refugio de su ciudad natal donde había vivido con su madre en su pequeño departamento de San Telmo, y donde su familia había constituido la estructura social que la había sustentado hasta entonces. Luego conoció a mi papá y tuvo a mi hermano y a mí en los Estados Unidos. Pero, aun así, sabía que esta nueva familia que estaba construyendo no permanecería unida físicamente por mucho tiempo, no de la forma en que ella lo había experimentado en Argentina.

Juntos y separados. Los temores de mi mamá se hicieron realidad cuando mi hermano se fue a estudiar, primero a Montana y luego a Carolina del Norte, donde vive desde hace seis años, y yo me vine a Evanston, un suburbio de Chicago, donde estoy estudiando desde hace dos años. Mis padres siguen viviendo en Bethesda, un suburbio de Washington DC, donde nosotros crecimos.  

“Siento que he tenido que renunciar a mi sueño de tener hijos que vivan cerca y a quienes pudiera ver con regularidad, porque así no funciona en América”, me dijo mi madre.  

A pesar del paso del tiempo, su familia en Argentina continúa viviendo cerca los unos de los otros. En cambio, en Estados Unidos estamos todos dispersos en diferentes estados. Como mi mamá siempre me recuerda, nuestra pariente más cercana vive a más de 1.500 kilómetros de nosotros, en la Península Superior de Michigan, en el límite con Canadá.

Con la poca familia que tengo en los Estados Unidos, he comprendido por qué mi madre disfrutaba tanto de vivir cerca de la suya. Siempre espero con ansiedad visitar Argentina, más que nada porque anhelo pasar tiempo con mi familia. En Buenos Aires, nos hospedamos en la casa de Vivi, la prima de mi mamá. Cada vez que llego a su casa después de un arduo vuelo de 12 horas, no puedo evitar pensar “finalmente…el paraíso”. Paraíso porque ahí es donde está mi familia, donde mis tíos, mis tres primas, y hasta sus abuelos viven juntos en la misma casa. 

Hasta hace un par de años, la familia vivía cerca del aeropuerto de Ezeiza. Mi prima Sofía fue la primera en mudarse a la capital, pero no pasó mucho tiempo antes de que el resto de la familia la siguiera. Como era de esperar, en menos de un año, toda su familia inmediata se había trasladado a la capital, alquilando departamentos en Recoleta, en San Telmo, en la Avenida 9 de Julio. Dispersos por la ciudad, pero siempre a minutos unos de otros y reuniéndose regularmente.

Pandemia. Sin embargo, la pandemia cambió todo. Durante los primeros cinco meses de la cuarentena impuesta por el gobierno argentino el 20 de marzo, mi familia pudo reunirse sólo una vez para el cumpleaños de mi tío Guillermo. Por primera vez en sus vidas, estuvieron aislados unos de otros como nunca antes, experimentando de alguna manera lo que mi mamá había vivido hace más de 30 años cuando se fue de Argentina. 

Mientras que mi familia en Argentina quedó limitada a comunicarse únicamente por teléfono, yo en cambio pude ver a mis padres con más frecuencia que de costumbre debido, precisamente, a la pandemia. 

Cuando las noticias del día me asustaban y no podía imaginar un futuro normal sin Covid-19 ni muertes, la casa de mi niñez, con mis padres, mis mascotas y los recuerdos de mi infancia, eran mi refugio. Los viejos videos caseros me distrajeron de la tragedia presente y me trajeron a la memoria tiempos más fáciles, o por lo menos más seguros. Demasiadas cosas estaban cambiando en el mundo, pero vivir con mis padres fue un remanso sorprendente dentro de ese caos, algo constante y reconfortante.

En parte debido a que el ahora ex presidente Donald Trump nunca confrontó con seriedad la magnitud de la pandemia, en Estados Unidos no se impuso el uso forzoso de máscaras o se implementó una cuarentena obligatoria, lo que me permitió viajar miles y miles de kilómetros entre diversos estados del país durante la pandemia. El 20 de marzo llegue a la casa de mis padres en Bethesda cruzando varios estados desde Evanston, Illinois. Y cuatro días después ya estaba manejando nuevamente hacia Nueva York para ayudar a una amiga a mudarse de su residencia universitaria a su casa en Bethesda. Cuando regresé a mi casa esa noche, me di cuenta de que había logrado viajar a tres grandes ciudades en sólo cinco días.   

Los gobernadores estatales implementaron medidas de seguridad en diversos grados de severidad. Aunque el gobernador de Maryland había anunciado una orden de quedarse en casa en ese momento, las carreteras aún estaban abiertas, lo cual me permitió viajar y cruzar las fronteras estatales sin temor a que me preguntaran el propósito de mis viajes.

En uno de esos viajes, me detuvo un oficial de policía por exceso de velocidad. El oficial, un agente de la Patrulla de Carreteras del Estado de Ohio, no llevaba máscara. En ese momento, el país tenía más de 4 millones de casos de Covid-19 y más de 155.500 muertes.

El fracaso del gobierno en imponer medidas obligatorias de cuarentena y uso de máscaras convirtió a Estados Unidos en líder mundial en casos y muertes por coronavirus. También significó que muchos norteamericanos continuaran actividades que estaban restringidas para mi familia en Buenos Aires. Durante el verano, mis padres y yo pudimos alquilar una casa a orillas de la Bahía de Chesapeake, en el sur de Maryland. Al tiempo que Vivi le contaba a mi mamá cómo la cuarentena de Argentina no le permitía salir a ningún lado, afectando desde las compras de supermercado hasta el acceso a su pequeño barco en el Tigre, nosotros veíamos pasar los yates con imponentes banderas de Trump ondeando en la popa. En el supermercado y otras tiendas, ni los clientes ni los empleados llevaban máscaras.

Un oasis. Quizás uno de los mayores efectos del cierre obligatorio de Argentina fue la inevitable separación de familias. Pero para mi mamá en los Estados Unidos, la pandemia tuvo el impacto contrario. Por primera vez desde que sus hijos estaban en la escuela secundaria, tenía a su familia, todos juntos, en la casa.  

“Siento que (la pandemia) ha tenido el efecto opuesto en las dos culturas. Es decir, en Argentina, que están acostumbrados a verse todo el tiempo, ahora con la pandemia, no se ven nunca”, me dijo. “En cambio acá, en los Estados Unidos, el efecto ha sido el opuesto porque las familias que nunca se veían, ahora están juntas todo el tiempo. Y eso ha hecho que las familias acá busquen maneras de compartir cosas que tal vez en otras ocasiones no hubieran compartido”. 

La pandemia ha permitido que mi madre me tenga más cerca que de costumbre. Volvimos a nuestras viejas rutinas: yo tomando clases online y haciendo deberes durante el día, charlando con mis padres durante los “recreos”, y por la tarde tomando un cafecito antes de compartir la cena. Retomamos actividades que no compartíamos desde que era pequeña, como jugar al fútbol en el jardín, resolver crucigramas juntos e incluso simular una visita al cine proyectando películas en la pared de la cocina. 

Ahora que regresé a la universidad después de pasar más de un mes con ellos durante las fiestas, reflexiono en cuán afortunada soy de poder visitarlos tan a menudo como lo he hecho este año, lo que no hubiera sucedido en circunstancias normales. Más que nada, creo entender finalmente por qué mi mamá extrañaba tanto a su familia cuando llegó por primera vez a los Estados Unidos, y aún ahora, a pesar del tiempo transcurrido. Es la misma razón por la que asocio Argentina con “el paraíso”: la familia, un oasis de seguridad dentro del caos de la pandemia.

*Estudiante de periodismo en la Medill School de la Northwestern University.