OPINIóN
Columna de la USAL

Haití: el camino para la construcción de la Paz

El asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse deja en claro la necesidad de la construcción de la Paz mediante el trabajo con las comunidades.

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presidente de Haití asesinado Jovenel Moise | AFP

Todos sospechosos, aún si se demuestra lo contrario. Este contrasentido jurídico explica con mucha lógica la situación política en Haití. El 7 de julio pasado, día en que asesinaron al presidente en funciones Jovenel Moïse, quedó nuevamente en claro que los conflictos en ese país se dirimen con violencia.

Una auténtica distopía en la que se mezclan inestabilidad política crónica, pobreza, y desastres naturales. Todo ello en lugar que podría ser uno de los destinos turísticos más atractivos, bendecido por sus paisajes caribeños y la cálida forma de ser de sus habitantes.

 

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Desde 1993, las Naciones Unidas trabajan en Haití. Civiles, militares, fuerzas de seguridad, y especialistas de toda índole y nacionalidad han participado de esfuerzos mancomunados para lograr una relativa estabilidad. Sin embargo, tras veintiocho años, el sentimiento de aquellos que vuelven a sus tierras luego de haber servido en suelo haitiano suele ser de desesperanza.

¿Qué sucede allí que tanto tiempo después, pueden asesinar un presidente tan simplemente? O, aún mucho más importante, ¿Cómo se puede comenzar a construir los cimientos de una sociedad que abandone la violencia como instrumento de resolución de conflictos?

Hoy Naciones Unidas mantiene una presencia específica con el fin de asistir en la construcción de los andamiajes jurídicos que regulen las relaciones políticas, sociales, y económicas entre los actores de la vida pública y privada haitiana. El propósito, en última instancia, es que la sociedad cuente con las herramientas que les permita gestionar los conflictos. Sin embargo, para que se quiera hacer uso de ellas, primero se tiene que generar la voluntad de utilizarlas. De nada sirve tener el más complejo sistema penal, si se prefiere la justicia por mano propia; mas veloz, pero también extremadamente dañina.

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Uno de los caminos posibles es pasar de un modelo de gestión de conflictos a uno de construcción de paz, que tenga como principal tarea el trabajo de los vínculos al interior de las comunidades. El objetivo es construir gradualmente la voluntad de someterse a una instancia imparcial que supla una de las necesidades más básicas que una sociedad debiera darse, la justicia.

Suele creerse que la palabra “inequidad” refiere exclusivamente a la desigual distribución de la riqueza; sin embargo, es el desigual acceso a la justicia y la deficiente administración de los fallos lo que suele resultar más nocivo para el bienestar colectivo. Es aún más grave en aquellas circunstancias en las que las sentencias benefician a los que más tienen, incluso si son culpables. En esos casos, sí termina quedando en claro que el funcionamiento judicial refleja las desigualdades económicas. Estadísticas de organismos internacionales muestran que no existe una relación directa entre pobreza y criminalidad, pero sí entre inequidad y criminalidad, y por lo tanto también violencia.

La paz, entonces, debiera ser entendida como el resultado del abandono de maneras informales de administración de justicia, lo cual supone el paso voluntario a dirimir los conflictos a través de mecanismos consensuados.

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La insistencia en el nivel comunitario se debe a que lo primero que se necesita edificar son los vínculos más próximos a un individuo, aquellos que inician en el núcleo familiar y luego se extienden a las personas más cercanas que forman parte de la vida cotidiana; vecinos, comerciantes y educadores, por ejemplo. La construcción de la paz comienza a actuar en la capilaridad comunitaria, generando poco a poco la legitimidad de los instrumentos disponibles para composición de controversias. Esta metodología de trabajo, que cabría dentro de lo que se conoce como modelos “abajo hacia arriba” ,no es en absoluto ajena a la participación de organismos internacionales. Es imprescindible el trabajo en terreno del personal civil, embebido en los usos y costumbres de las comunidades, que acompañe y forme, pero sin interferir en la identidad cultural de donde opera. El propósito es ambicioso, y requiere que se establezca una presencia lo suficientemente prolongada y adaptada a las condiciones de cada lugar. Nuestro país trabajó durante largo tiempo en el programa “Prohuerta Haití”, destinado a lograr la seguridad alimentaria mediante la cooperación vecinal en el armado de huertas. Sin embargo, sufrió sentencia de muerte luego del desfinanciamiento de la Misión en Haití por parte de la administración de Donald Trump.

Durante los últimos días se ha hablado mucho en los medios de comunicación internacionales sobre la criminalidad organizada en Haití. La mayoría, insistían horrorizados en la necesidad de reforzar la seguridad pública y denunciaban la complicidad política con las bandas. Poco se dijo sobre la Justicia Penal, instancia imprescindible para el funcionamiento de las partes involucradas en el cumplimiento de la ley y administración de penas para criminales. Si bien Haití ha transitado durante los últimos años un avance favorable en este ámbito, gracias en parte a la asistencia de las Naciones Unidas, aún resta construir legitimidad y confianza en esta rama de la justicia; encargada de investigar y condenar a aquellos que atenta contra los valores que la sociedad considera que deben protegerse, tal como la paz.

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El tiempo seguirá diciendo si los mancomunados esfuerzos de los organismos internacionales producen los efectos esperados, todos esperamos que así sea. Mientras tanto, debemos mirar con atención lo que sucede en la cotidianeidad de la vida en la comunidad, incluso la más pequeña y perdida geográficamente. Kilómetros de distancia de Haití, Martin Luther King dijo: “La paz verdadera no es solamente la ausencia de tensión; es la presencia de la justicia”. 

 

Federico G. Dall’Ongaro. Licenciado en Relaciones Internacionales. Docente de la Universidad del Salvador.