El 11 de junio, Kevin Roose escribió para el New York Times un artículo titulado “Hasta la vista, estilo de vida milénial”. El estilo de vida millennial, concepto interesante, es el que utiliza el autor para caracterizar el “período que abarca más o menos de 2012 a inicios de 2020, cuando muchas de las actividades diarias de los veinteañeros y treintañeros de las grandes ciudades eran cubiertas sin darnos cuenta por los capitalistas de riesgo de Silicon Valley”.
¿Qué son los capitales de riesgo? Grupos inversores que financian empresas incipientes que, como su nombre indica, presentan altísimo riesgo de fracaso. ¿Dónde está el truco? En las ganancias que puede generar el despegue de alguna de ellas. Obvio, en la diversificación de las inversiones, estos capitales volátiles van poniendo huevos en distintas canastas y cubriendo las pérdidas con lo que ganan en otras. Hasta aquí una explicación muy básica de cómo funcionan. Lo interesante, sin embargo, es lo que plantea al respecto el autor de la nota, y algunos disparadores.
Roose sostiene que, de un tiempo a esta parte, comenzamos a advertir que los hábitos lujosos, tienen costos elevados. No es que antes no. Simplemente, los capitales de riesgo bancaban esos precios inverosímiles para que las empresas pudieran abrirse paso a los codazos. Para no hacerlo tan abstracto: como en el piedra, papel o tijera; remís mató a taxi, Uber mató a remís. La historia es conocida. Aunque claro, algo raro tiene que haber para que un viaje que en Taxi sale 300 mangos, en un Uber me cueste 80.
Esas cuestiones extrañas, tienen varias aristas. Si bien el relato de los inversores bancando riesgos frente a la expectativa de la zanahoria dorada es hermoso y hollywoodense, tal vez existan algunos elementos que hagan que la carroza se convierta más rápido en zapallo. La primera es la externalización de los costos. Sí. Que un Rappi te traiga la comida en bicicleta a las 21:00, un día de lluvia, y que te cobre un precio bajísimo es tentador. Sin embargo… ¿Quién es el empleador de esa persona? ¿Tiene empleador? ¿Cómo se vincula con Rappi? ¿Tiene seguro? ¿Tiene ART? ¿Tiene vacaciones pagas? ¿Licencia por paternidad/maternidad?
Empieza a estar más claro. Esa hamburguesa con papas servida en la mesa ratona cuesta un poco más de 500 pesos. El tema que ese valor no integrado se desvanece en el camino. Entre que el pibe llega al mostrador, retira el pedido a nombre de un fulano, lo paga con la suya, nunca con la nuestra, lo mete en la caja, pedalea envuelto en un poncho impermeable y nos toca el timbre, hay décadas de reivindicaciones laborales tiradas al cesto. ¿No será un poco eso lo que pagan los capitales de riesgo?
Si queremos salir del campo del derecho laboral (¡aunque no deberíamos!), y sumergirnos en la legislación de defensa de la competencia, veremos que, por ejemplo, el dumping es una práctica prohibida. ¿Qué es el dumping? Una megaempresa que maneja (por escala, por espalda, por lo que sea) la capacidad de bajar y bajar el precio de, pongamos, una gaseosa, para exterminar a la competencia. Una vez que la liquidó, su producto vuelve al precio inicial, ahora sin tener que disputar en góndola con otros. No obstante, el dumping humano, o el ecológico, no parecen tener demasiada recepción. En el caso de Rappi, lo vemos. Rappi se beneficia bocha de esa persona, el local de comida también se beneficia un montón, el/la clientx ni hablar. En el medio, esa explotación y falta de protección nos subsidió el sanguche. Además, esa dinámica se comió al “pibe del delivery” que laburaba para un local determinado. Nos parecían tremendas aquellas condiciones. Nos hemos anestesiado frente a las nuevas dinámicas.
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En otro sentido, el artículo de Kevin Roose nos ayuda a reflexionar sobre la insalvable distancia existente entre el mundo de las finanzas y la escala humana de la economía (que algunxs llaman “economía real”). Vemos, en el desarrollo, algo que constatamos a diario. Existe un universo financiero que va, viene, entra, sale, apuesta, especula, sin importar el para qué, el cómo, el para quiénes ni el con quiénes. Claro que este fenómeno va de la mano con la disociación del pensamiento. Economía y Estado asuntos separados. Vociferamos que en política y estatalidad queremos libertades y vivir de un modo, con cierta institucionalidad, pero llevamos en nuestros cuerpos y bolsillos ropas, dispositivos, y otros productos maravillosos sobre cuya producción no deberíamos indagar demasiado. Las vaquitas son de nosotrxs, las penitas son ajenas.
Por último, algo central. Nuestro mundo no nos habla del fracaso. Éste es siempre individual. El nuevo sueño americano, ese de un par de jóvenes, hípster, que montan una empresa en un garaje y, en unos años, son prácticamente dueños del universo se instaló con fuerza. No nos cuentan, ni sabemos, todos los naufragios, las frustraciones, los inconvenientes ni las dimensiones a las que debemos enfrentarnos para perseguir nuestra intuición. Sin ir más lejos, el anhelo californiano acá viene en píldoras de Palermo Soho. Muchachxs trabajando en coworking, sin jefxs ni horarios, persiguiendo esa idea que va a transformarlo todo: un dispositivo conectado a Internet que nos indicará que hace unos cuantos años que no somos capaces de escuchar a quienes nos rodean, o de tomar un mate disponiendo del único tesoro que genera goce real, el tiempo.
El punto, para no divagar, es que los casos de no éxito simplemente no aparecen. Incluso, en el artículo que motivó estas reflexiones, los fracasos se abordan desde un lugar de “progreso” o de cierto romanticismo (no es crítica despiadada, al contrario, hacía mucho que una nota no me partía tanto la cabeza). En el fondo, muy en el fondo, creo que los capitales de riesgo no sólo persiguen un retorno económico al fomentar estas nuevas expresiones industriales, laborales o relacionales. Creo que toda inversión es política. No partidaria. Política en tanto constructora de subjetividades. El retorno no siempre es en dólares. A veces, se gana haciendo perder al/ a la otrx (a lxs otrxs). En el momento en que lograron instalar el pico máximo de placer en una hamburguesa traída a nuestra boca por un pibe en bicicleta un día de lluvia, sin obra social, sin ART y sin aportes, ganaron millones. Ganaron, precisamente, en individuarnos. En que seamos nosotrxs con nuestra hamburguesa. Nadie más. Nadie.
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Una persona alienada, a la que sólo se le propone el goce instantáneo, a la que se la despoja de toda dimensión colectiva, algo que la haga sentir una parte más de un todo, es una presa fácil. ¿Para qué? Para que otras inversiones de esos mismos fondos de riesgo, que requieren romper asociaciones de trabajadorxs, desregular las normas de protección de recursos naturales, flexibilizar regímenes de retiro y pensión, puedan avanzar sin mayores problemas. Primero vinieron por Airbnb, y no me preocupé porque me hospedaba bonito; luego fueron por Uber, ese viaje lo pagué barato; tiempo después lo hicieron con Rappi, pero esa hamburguesa estaba jugosa; ahora vienen por mí, pero estoy solo, con mi soledad a cuestas…