El 2020 es el año belgraniano al cumplirse 250 años de su nacimiento y 200 de su muerte. Uno de los legados más importantes que nos ha dejado Manuel Belgrano es la entrega de todo -incluida su propia vida- en pos de un proyecto colectivo, que incluía a las mujeres, los pobres y los pueblos originarios.
El poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht (1898-1956) seguramente no supo de la existencia de Manuel Belgrano, sin embargo, escribió un poema que,creo, refleja claramente lo que considero acerca de nuestro prócer. Brecht decía que: “Hay hombres que luchan un día y son buenos.Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.” Cabe señalar que deberíamos aggionar el poema y agregara las mujeres.Eso hizo Belgrano: luchó toda su vida. Pudo elegir un futuro individual muy exitoso y promisorio pero optó por un proyecto colectivo. Proyecto en el que entregó todo, incluida su vida.
Repasemos brevemente su biografía: Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano nació un 3 de junio de 1770 en Buenos Aires (lo que hoy es la Avenida Belgrano al 400). Su padre, Domingo Belgrano Perí era un comerciante oriundo de Liguria, que realizó una inmensa fortuna en el Río de la Plata con el comercio y el contrabando (esclavos, yerba mate, plata, etc.). Su madre, Josefa González Casero, provenía de una rica familia de Santiago del Estero. Domingo y Josefa tuvieron dieciséis hijos, el cuarto de ellos, Manuel.
Un extraño barón austríaco detrás del General Belgrano
Luego de estudiar en el Colegio Real de San Carlos (actual Nacional Buenos Aires), viajó a formarse a España (las clases acomodadas, las únicas con acceso a la educación en esa época, solían enviar a sus hijos -hombres- a Chuquisaca, Córdoba o Santiago de Chile).
En España estudió Leyes en Salamanca y Valladolid, además, devoró toda la literatura prohibida por la Iglesia Católica, que monopolizaba el saber y controlaba qué se leía y qué no. Belgrano observó con gran entusiasmo las transformaciones que vivía a su alrededor: la independencia de los Estados Unidos (1776), pero más importante aún, la Revolución Francesa (1789), que puso patas para arriba al mundo, de una vez y para siempre. Las ideas de Libertad-Igualdad-Fraternidad y el fin del “Antiguo Régimen” con el guillotinamiento del Rey (¿hay algún hecho más simbólico y real al mismo tiempo?), conmocionaron a Belgrano y lo decidieron a volver a su tierra, el Virreinato del Río de la Plata, a transformar la realidad.
Durante diez años (1794-1810) fue Secretario Perpetuo del Real Consulado de Comercio. Allí escribió, muchísimo, sobre economía, desarrollo industrial, educación, medio ambiente, etc. En las memorias anuales y en el periodismo (“un antídoto contra la tiranía”, lo definía), encontramos sus ideas sobre el desarrollo económico (que debía unir comercio, industria, agricultura y ciencia), la creación de escuelas (Dibujo, Náutica, Agricultura), la educación financiada por las ciudades y villas, a la que debían acceder todas las clases sociales (mujeres y hombres), que un maestro debía ganar lo mismo que un juez, el cuidado del suelo (“por cada árbol talado debían plantarse cinco”) y también las críticas a aquellos que debía defender. Sí, Belgrano denostaba a esos comerciantes, intermediarios que lo único que sabían hacer era “comprar por cuatro y vender por ocho”.
Avancemos velozmente: en las invasiones inglesas de 1806-1807 lo vemos a Belgrano dirigiéndose a la Banda Oriental para no jurar obediencia a los ingleses. “Prefiero el amo viejo al amo nuevo”, dirá (recalquemos: piensa en la monarquía española en términos de un “amo”, concibe allí una idea de sometimiento). Sabemos que los ingleses fueron derrotados por las milicias populares que se conformaron (pardos, mulatos, criollos) y que este proceso dejó dos legados. Por un lado, la autoconciencia de los porteños que derrotaron a la potencia más importante del mundo. Por el otro, el descredito de la autoridad virreinal que huyó hacia Córdoba con el tesoro real.
Para 1810 la situación se complejizó aún más. Fernando VII, el Rey de España está preso de Napoleón Bonaparte hace dos años. La Junta Central de Sevilla que gobernaba en nombre del monarca cae, ante el avance de los franceses. No hay más autoridad en la metrópoli. La elite criolla (Belgrano, Castelli, Rodríguez Peña. Vieytes, Saavedra, etc.) intima al virrey Cisneros a un cabildo abierto. Tras idas y vueltas -y amenazas bien claras de Belgrano de arrojar al virrey por la ventana- el 25 de mayo se formó el primer gobierno patrio en el que Manuel ocupó el cargo de vocal.
La Primera Junta procurará heredar la legitimidad y el control sobre el enorme territorio del ex Virreinato del Río de la Plata (hoy Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, sur de Brasil y norte de Chile). No será una tarea nada fácil. A Belgrano, como se hizo costumbre, le toca lidiar con la más complicada: en septiembre de 1810 lo envían al Paraguay, a buscar la adhesión al gobierno formado en Buenos Aires. En penosas circunstancias, con pocos hombres y armamento, en una geografía muy compleja, recorre los 1300 kilómetros hasta Paraguay. Es derrotado militarmente en Tacuarí (mayo de 1811), pero obtiene un triunfo político: Paraguay inició su camino independentista autónomo, desligado de España. Obtiene lo que fue a buscar. En el camino, dictó el Reglamento de los Pueblos de las Misiones donde se traslucen sus ideas sobre la igualdad de indígenas, criollos y españoles y el acceso a la propiedad de la tierra de los pueblos originarios.
Para 1812, Belgrano viajó a Rosario a instalar dos baterías (Libertad e Independencia, vaya nombres escogidos ¿no?) y allí, pese a la oposición de los cómodos señores que gobernaban en Buenos Aires, izará por primera vez la bandera celesta y blanca. Sin respiro, al mando del Ejército del Norte, realizó el Éxodo Jujeño, en que convenció a los pobladores más humildes (cholas, campesinos, artesanos) de quemar lo poco que tenían (casas, cosechas, animales) y dejar “tierra arrasada” al ejército realista, para que fuese incapaz de aprovisionarse. En Tucumán, encontró una sociedad dispuesta a dar batalla a los españoles. Para septiembre de 1812, en inferioridad numérica y con el apoyo de la Virgen, afirmará Belgrano, derrotó al poderoso ejército del arequipeño Pío Tristán. Poco después, en febrero de 1813, se repitió la hazaña en Salta. Cabe señalar que estas victorias garantizaron la supervivencia de la Revolución. Luego sobrevendrán dos derrotas (Vilcapugio y Ayohuma) y las directivas desde las “oficinas porteñas” de entregar el mando del Ejército a Don José de San Martin (otro imprescindible, por cierto).
Al regresar a Buenos Aires, Belgrano se subió a un barco y se fue a Europa con el objetivo de convencer a un monarca europeo de venir a reinar a nuestra América. La misión (en la que incluso se pensó secuestrar a un noble y traerlo a gobernar) fracasó estrepitosamente. Fernando VII volvió al trono, dispuesto a recuperar sus antiguas colonias y Napoleón fue derrotado definitivamente en Waterloo. Belgrano, ya aquejado de múltiples dolencias (agravadas por las campañas militares y los viajes), regresó a su tierra natal.
Bajó del barco para subirse a una carreta con destino a Tucumán donde los congresales declararán la independencia (por pedido de San Martín, que está conformando la expedición libertadora a Chile). Belgrano les llevó una propuesta muy novedosa y rupturista: establecer un monarca inca. Con ello mixturaba la figura de un rey (la tendencia en Europa, decía, era a “monarquizarlo todo”), pero reconocido por los pueblos originarios. La propuesta belgraniana cayó como un balde de agua fría para los congresales porteños que la rechazaron de plano (el racismo tiene hondas raíces en nuestra historia). En sus últimos años, lo vemos a Belgrano, con desgano, combatir a los caudillos López y Ramírez, por orden del Directorio.
A 210 años del inicio de la Revolución de Mayo
Finalmente, el 20 de junio de 1820, hace hoy exactamente doscientos años, acompañado de algunos hermanos y unos pocos amigos, murió Manuel Belgrano. Se suele romantizar su muerte en la extrema pobreza, y el gesto de pagarle a su médico con el único bien que le quedaba (un reloj). Me pregunto: ¿es romántico que una persona que dio todo por su tierra, que se formó, que pensó un proyecto colectivo, de desarrollo, que integrase a todos los sectores sociales, a las mujeres, a los pueblos originarios, a los más humildes, que protegiese el medio ambiente, que puso el cuerpo en las batallas, se muera en la extrema pobreza, abandonado por el gobierno? Honestamente, no le veo un ápice de romántico y sí mucho de horroroso. Esto nos debe llamar a reflexionar sobre qué hacemos con nuestros héroes y heroínas.
En suma, recuperar ese intento de construir un proyecto colectivo e inclusivo y reflexionar como sociedad qué hacemos con nuestros mejores mujeres y hombres son, creo, el mejor legado que Belgrano hubiese deseado.