En 1810, Buenos Aires tenía apenas unos 6,1 kilómetros cuadrados, pero estaba poblada por unas 44.000 personas. El río llegaba hasta la actual calle Leandro N. Alem y enfrente estaba el Paseo del Bajo, una alameda con bancos desde donde se veían los barcos de los pescadores. A los porteños les encantaba ir a mojarse los pies a esa zona, tanto que en 1809, el virrey Cisneros tuvo que prohibir esos “baños” por indecentes y sólo permitirlos de noche, por decoro.
La Plaza de Mayo era el centro neurálgico de la ciudad, y estaba atravesada por una recova de puestos donde se vendía un poco de todo y también lo que había quedado de la suculenta comida casera que las negras esclavas cocinaban en las casas. Se sabe por la correspondencia de Juan Martín de Pueyrredón y su esposa Dolores, que cuando vinieron desde España, en 1805, el banquete de bienvenida se componía de: "Unas aceitunas, sardinas y fiambre, la consabida sopa con pan tostado, arroz o fideos. Después pescado fresco. Después vino el asado de vaca y algo de cordero; la ensalada de lechuga y unos pepinos; un guiso de garbanzos y lentejas, acompañado de unas albóndigas, tortillas de acelga, mollejas asadas, mondongo y finalmente los postres". Y cuando hablamos de “algo dulce” para cerrar una comida pensemos en arroz con leche, un turrón llamado yema quemada, mazamorra y pastelitos con dulce de batata o membrillo.
La proximidad del río hacía que los porteños consumieran mucho pescado, sábalo sobre todo. Y sí, también mucha carne, porque era salvaje y barata –recién por entonces comenzaban a prosperar las estancias, que luego acapararían la producción de ganado en pie, cuando dejaran de proveerlo las vaquerías-. La clase media –los comerciantes pequeños, los artesanos- también se alimentaba de perdices, gallinas, pavos, pajaritos, palomas e incluso iguanas. Ya por entonces había puchero, ideal para cocinar durante horas toda la carne que había quedado, mezcladas con las legumbres de la huerta. Todo acompañado del vino que llegaba desde Mendoza o San Juan.
Y para la clase alta (unos 500 entre españoles, los comerciantes nativos más prósperos y los funcionarios) estaban reservados la mulita –carne tierna y cara, el vino francés, la ginebra holandesa y la cerveza británica. El plato, el tenedor y la copa individual también eran un lujo de los ricos que habitaban las casonas de hasta tres patios, en general sobre la calle Defensa, la más cara de Buenos Aires. La mayoría vivía en casas bajas de un solo dormitorio, que incluso alquilaba.
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No había red cloacal, el agua era escasa y los grandes señores patricios vestían la misma camisa durante cinco días seguidos. Todos los desechos –incluso los de la letrina y la “escupidera” nocturna se acumulaban en el fondo de las casas, hasta que el olor hediondo los obligaba a tirarlo a la calle no sin antes alertar a los transeúntes: “¡Agua va!”.
Todas las calles eran de tierra y cuando diluviaba era imposible no enterrarse. Hay documentos que dan cuenta de la triste historia de dos lecheros cuyo carro se desplomó en un pozo causándoles la muerte. El caballo era el principal medio de transporte, pero la gente bien tenía carro. Por eso, los zapatos blancos estaban reservados para las damas patricias que los vestían cuando iban al Teatro Coliseo, luego de empolvarse la cara con harina de maíz. El resto de la gente vestía los ponchos y las prendas de lana de oveja o vicuña que hilaban los aborígenes que vivían en tolderías, dispuestas en Perú y Chile, a 4 cuadras de Plaza de Mayo. Al sur estaban los barrios pobres: San Telmo, Barracas, Monserrat, Congreso y Tribunales, según detalló, según describió el arqueólogo Daniel Schávelzon.
Las mujeres que no tenían esclavas, hacían las tareas domésticas mientras los chicos jugaban a los dados, las cartas, la rayuela. La clase media bebía en las pulperías y los hombres cocinaban las ideas revolucionarias en El Café de la Victoria –con billar y el preferido de Belgrano- y el Café Marcos. La Plaza de Toros del Retiro, que funcionó hasta 1819, podía albergar 10.000 personas y era el punto de encuentro de todos los estratos sociales. O el pato, que se jugaba con un animal de verdad dentro de luna bolsa que había que hacer pasar por un arco.
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Hubo un lugar para ir a bailar, pero luego se cerró por “indecoroso”. En 1810 se estima que había unos ocho mil músicos, pero sus presentaciones se limitaban a las tertulias de 20 a 24 horas, en las casas de las familias que los contrataban para educar a sus hijas –como las famosas que hacía Mariquita Sánchez de Thompson sobre calle Florida- o a tocar piezas breves en los intervalos de las obras de teatro.
Las semana de 1810 que decidió la historia de la patria fue muy lluviosa, pero casi no había paraguas (unos poquitos, para los ricos, claro); sólo las mujeres usaban unas pequeñitas sombrillas para el sol, que no eran de tela impermeable. Aunque ya se celebraba el 12 de octubre con una convocatoria popular, no eran tan habituales las reuniones en la Plaza de Mayo, sólo excepcionales cuando se convocaba a un cabildo abierto para debatir un tema especial. Y sin duda, el del 22 de mayo se las traía. Todos los paisanos corrían con el facón metido en la cintura y se armó revuelo en toda la ciudad. Tanto, que un año más tarde, en el mismo Cabildo, recordaron su triunfo con un baile inusual hasta las tres de la madrugada. Era para tirar la casa por la ventana.