Luego de días de arduo recuento de votos, Joseph Biden finalmente ganó las elecciones y privó a Donald Trump de un segundo mandato. Sin dudas, la del actual Presidente fue una presidencia histórica. Fue la primera vez que fue elegido alguien que no tenía ni experiencia política ni militar. Más significativamente, su administración incluyó una serie de medidas y actitudes controversiales. Por un lado, significó un importante giro a la derecha. Llevó adelante reducciones de impuestos a los sectores más ricos, un recorte importante de los beneficios sociales en la cobertura de salud, una retracción de la protección ambiental cuyos efectos serán muy difíciles de revertir y nombramientos de jueces muy conservadores en la justicia. Estos siempre fueron temas de la agenda del Partido Republicano. Pero también fue más lejos e implicó el empoderamiento de grupos supremacistas, un discurso racista que desencadenó una ola de tensión racial y una crueldad inusitada en el tratamiento de la cuestión inmigratoria. Asimismo, Trump reaccionó caóticamente a la pandemia de COVID, minimizó la amenaza, ignoró o contradijo muchas recomendaciones de los funcionarios de salud y promovió información falsa sobre tratamientos noprobados y la disponibilidad de pruebas; lo cual llevó a una catástrofe sanitaria que posiblemente le haya costado la reelección.
Pero más significativamente, su gobierno implicó un deterioro notorio de los valores de la democracia liberal. Trump se caracterizó por hacer constantemente declaraciones engañosas o directamente falsas, un fenómeno sin precedente en la política estadounidense. Durante su gobierno hostilizó a los medios de comunicación. La justicia demostró la colusión de su gobierno con Rusia, lo cual lo llevó a ser sometido a juicio político, del cual fue absuelto por el Senado. Y por último, nunca admitió la posibilidad de reconocer una derrota, cosa que hasta ahora no ha hecho y que arroja un manto de dudas sobre cómo se llevará adelante la transición desde ahora hasta enero, cuando debe asumir Joe Biden la Presidencia. Por todo esto, no resulta sorprendente que los sectores moderados y progresistas hayan recibido la noticia de su derrota con alivio.
Sin embargo, parece existir una peligrosa tendencia a ver su Presidencia como un fenómeno aislado, un error histórico que una vez eliminado la vida puede volver finalmente a la normalidad. Esto es una grosera falla de análisis. La presidencia de Trump es un resultado y no una causa de la polarización inédita que está viviendo Estados Unidos. Suponer que “muerto el perro de acabó la rabia” implica desconocer que, aunque no todos los seguidores de Trump son lo mismo, hay millones de votantes que ven en él a un líder que representa valores importantes para ellos, un político que finalmente dice algunas cosas que el sistema político había preferido callar (“alguien que dice las cosas como son”) y que hay importantes segmentos de la población que sienten que por fin alguien reivindica los valores populares tan alejados del cosmopolitismo sofisticado y autosuficiente de las elites costeras. Para una porción importante de la población, la vida no ha dejado de empeorar desde la reconversión industrial de los setenta y ochenta.
Estos votantes seguirán estando allí y difícilmente acepten un liderazgo republicano “normal”. Los que deploran los efectos deletéreos sobre la democracia liberal de figuras como Trump deben reflexionar seriamente sobre de qué manera la política puede resolver las angustias de estos sectores reconociendo que hay demandas del trumpismo (tales como apoyo para las familias y la industria nacional, mejor atención médica universal, el ataque a los monopolios, la inmigración no calificada o el intento de contener a China y evitar guerras innecesarias a la vez que se lucha contra el progresismo elitista) que son razonables y que merecen pensarse.
Mientras tanto, esos votos siguen ahí, a la espera de que Trump o alguien los busque.