“Fallaron las encuestas” se ha vuelto una frase estrella de las noches electorales. Pero si el error se repite tanto, quizás el problema es de una naturaleza más profunda: El Palacio de Versalles Global. Otra vez.
Si nos guiábamos por lo que podíamos ver en las encuestas, Joe Biden tenía más de un 80% de probabilidades de ganar las elecciones. En Florida, El New York Times daba a los demócratas un 73% de chances de ganar los 29 votos electorales. Sin embargo, ese Estado clave se inclinó contundentemente por Donald Trump. En la misma línea, también se esperaba que los republicanos perdieran el Senado. Pero parafraseando al propio candidato republicano: “WRONG!”. Otra vez.
Y sí. Otra vez, porque lo mismo se vio en 2016 cuando la victoria de Donald Trump tomó a todos por sorpresa, primero en las primarias republicanas y luego en la elección general. Lo mismo podríamos mencionar para el Brexit y varios otros procesos electorales en los últimos años.
El problema no es de las encuestas
Cuando las encuestas fallan se suelen esgrimir dos ideas para justificarlo. La primera se resume con una frase ya muy conocida en el rubro: “dime quien te paga y que diré quién gana las elecciones”. La segunda idea hace referencia a los errores metodológicos, tanto de selección de las muestras, como de recolección de datos. Pero en este caso, el problema es un poco más profundo.
El motivo por el que las grandes encuestadoras y medios de comunicación a nivel global no anticiparon una elección tan reñida es el mismo que explica que Donald Trump tenga alrededor de 70 millones de votos: la falta de contacto de las élites con la realidad. Como en un Palacio de Versalles global, la clase dirigente norteamericana, muy concentrada en las costas, se aisló demasiado de lo que sucedía hacia el interior del país, considerando a los votantes enojados poco más que como una minoría de locos trasnochados y nostálgicos de un pasado que no iba a volver.
La victoria de Trump no entraba en la cabeza de nadie. De nadie que trabajara en uno de esos altos edificios vidriados del centro de Manhattan o en Washington D.C. Pero en el siglo XXI, paradójicamente, la política se ha vuelto geográfica, y la distancia entre sectores es cada vez más concreta. Así, como en el Palacio de Versalles, las grandes ciudades se encierran en sí mismas, o en las extensiones verdes que representan los campus universitarios.
Lo que definió el discurso político de Trump a lo largo de estos últimos cuatro años, e incluso mucho antes, es el antielitismo. Algo que logró mover las bases de la representación política norteamericana, pero cuya defensa no es exclusivamente trumpista. Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez son, desde lugares muy distintos, tan críticos de las élites como el Presidente.
El trumpismo sin Trump no necesariamente vendrá dentro del Partido Republicano ni desde la derecha del espectro político, y sin dudas será uno de los principales desafíos del ya débil gobierno de Joe Biden.
*Politólogo (CEI – UCA)