En los últimos años se han escuchado varias voces alertando sobre el riesgo de naturalizar diversas acciones y expresiones del pensamiento autoritario. En verdad los autoritarismos y autocracias pareciera que están pasando por un lamentable buen momento en varios sectores del planeta. A veces da la sensación, si uno se anima a banalizar el fenómeno, que hoy está de moda el maltrato al débil, la legitimación de las desigualdades sociales, la sublimación de los poderosos y hasta la condena social de aquel a quien le va mal en el contexto comunitario.
Sin embargo, estos fenómenos no son novedosos.
Ni siquiera es novedosa la sensación de que ese tipo de pensamientos y acciones deben ser aplaudidas: hasta el peor de los males y las peores miserias humanitarias han tenido vehículos de divulgación y legitimación.
Tampoco son nuevas estas zonas oscuras de la humanidad: en gran parte ese fue el contexto que, con algunas limitaciones indudables, pretendió modificar (o aunque sea limitar) el proceso revolucionario francés.
El ejercicio ilimitado de violencia sobre los vulnerables, la concentración del poder en manos de unos pocos poderosos y la deshumanización de gran parte de las comunidades fue el escenario que obligó a abandonar ese llamado “antiguo régimen” y producir sistemas político- institucionales que otorgaran algunas herramientas de defensa de derechos a otros sectores sociales. Sin duda esto que describimos de modo muy sucinto fue parte de los problemas que enfrentó el modelo post-revolucionario.
De la sumisión al grito de los gobernadores
La historia es muy conocida: todo ello desembocó en una nueva ingeniería del poder público. En ese diseño el protagonismo de la representación popular sin duda recaía en el parlamento, en lo que hoy llamamos poder legislativo.
Uno de los desafíos más importantes, en el marco del nacimiento de la triada del poder (ejecutivo, legislativo y judicial) recayó en asegurar la capacidad de condicionar democráticamente la vida comunitaria a través de la vigencia de las decisiones legislativas que emanaban del parlamento. El resguardo del poder legislativo fue considerado como la piedra de toque de la vida en una república. Es por eso que en más de una ocasión los intelectuales franceses recalcaron la necesidad de que los jueces sólo se dediquen a asegurar la vigencia de la ley emanada del parlamento en cada caso individual en lo que les tocaba intervenir. Los jueces eran para Montesquieu la Bouche de la loi (boca de la ley), ni más ni menos. En este sentido los jueces debían aplicar la ley y de ese modo asegurar que incluso el poder ejecutivo se sometiera a ella frente al más débil.
El actual momento de nuestra vida social e institucional no puede haber hecho peor homenaje al ideario revolucionario francés.
En primer lugar, alguna parte de nuestra intelectualidad ha instalado la peregrina idea de que el mejor papel que le puede tocar a los jueces es el definido como “contra-mayoritario”. Es decir, el rol de los jueces es limitar el supuesto poder de las mayorías a favor de las “pobres" minorías. Si no fuera trágico uno podría tener una mirada risueña de esta preocupación: se trata solo de recordar que en casi todo el mundo las mayorías son los débiles, los vulnerables, los desprotegidos y los excluidos. En cambio, usualmente las minorías son los poderosos, los ricos y los que dominan dichas y desdichas del resto de la humanidad.
Como vemos todos los días, a muchos jueces y juezas no les cuesta demasiado cumplir ese rol: dureza frente al débil y empatía frente al poderoso. Un poder judicial a espaldas del poder legislativo y al servicio del ejecutivo (solo en la medida en que ese poder ejecutivo esté al servicio de los pocos dueños de las economías nacionales, regionales y planetarias).
Pero para mal de males estamos en presencia de un presidente que se ha decidido a gobernar gambeteando, ninguneando, al rol institucional que nuestra constitución nacional le otorga al poder legislativo. El amor irracional al veto de las leyes emanadas del parlamento y a gobernar sin una ley de presupuesto (la llamada “ley de leyes”), son ejemplos paradigmáticos.
Claro que hay muchos más ejemplos que nos indican que nuestro sistema democrático atraviesa una situación de emergencia (el no cumplimiento de las responsabilidades sociales básicas, las represiones indiscriminadas, la persecución del pensamiento divergente, el castigo al periodismo independiente, etc), pero la anulación del rol del poder legislativo es una de las situaciones más graves que puede soportar una comunidad si quiere vivir en una república.
La vida institucional debe aprender de sí misma. Si efectivamente este momento sirve de algo, aunque sea a un costo enorme, nos debe llevar a una reflexión sobre la necesidad imperiosa de una reforma constitucional. Antes que sea (más) tarde.
(*) Maximiliano Rusconi es Doctor en Derecho (UBA), profesor titular de Derecho Penal y Procesal Penal (UBA) y ex fiscal general de la Nación.