OPINIóN
Callejón sin salida

La corrupción impensable

“Milei dividió al país entre “argentinos de bien” y “el resto”. Nadie quiere ser del resto; todos buscan pertenecer al campo moralmente positivo”, señala el autor y analiza el significado y efecto latente de estos “mantras tranquilizadores”.

Callejón sin salida 20240610
Callejón sin salida. | Pixabay

Por momentos me siento sorprendido, casi incrédulo. Aun cuando las pruebas parecen a la vista de todos, el votante del núcleo duro de La Libertad Avanza sigue sosteniendo con una fe casi religiosa su adhesión a este gobierno. Escucho frases repetidas como letanías: “lo volvería a votar”, “están desesperados, es una opereta K”, “no hay pruebas, todo es invento”.

Funcionan como mantras tranquilizadores, fórmulas de autoafirmación que blindan la identidad y desactivan cualquier duda. Y me pregunto, con una mezcla de desconcierto y de inquietud: ¿qué es lo que hace que no puedan ver la trama?

¿Qué condiciones sociales, mediáticas, psicológicas y simbólicas permiten que, incluso después del maltrato sistemático a jubilados, el saqueo a las cajas de discapacidad y los audios que comprometen a figuras tan cercanas al corazón del poder, el votante mileísta se aferre a la idea de que todo se reduce a una opereta kirchnerista?

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La clave está en que se ha producido una reducción del campo de lo pensable. La corrupción libertaria no puede existir porque no pasa el umbral de lo decible: se la sofoca antes de nacer, se la diluye en un gesto retórico que la desactiva con una sola palabra: “opereta”. De este modo, la pregunta ya no es “¿es verdad lo que revelan los audios?”, sino “¿de dónde viene la denuncia?”. Con ese simple giro, la verdad deja de importar: se la degrada a un berrinche opositor y se construye un blindaje mediático que protege al líder y a su núcleo más cercano.

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Este blindaje no es producto del azar: tiene raíces psicológicas, mediáticas y sociológicas. Para verlo en toda su densidad, conviene apoyarnos en tres miradas distintas que, juntas, iluminan el fenómeno.

En 1990, la psicóloga social Ziva Kunda acuñó el concepto de motivated reasoning: no razonamos para encontrar la verdad, sino para proteger lo que ya creemos. Nuestro pensamiento se comporta como un abogado defensor, no como un juez imparcial.

Así se activan sesgos como el de confirmación (aceptar solo lo que reafirma nuestras creencias), el de pertenencia grupal (defender al líder porque es “de los nuestros”) y el descuento motivado de la fuente (negar un hecho porque viene del adversario).

En el caso del votante mileísta, los audios de Karina no se leen como prueba, sino como amenaza. Aceptarlos sería dinamitar la ficción fundacional del movimiento: la idea de que vinieron a barrer con la casta y encarnar la honestidad. El costo psíquico de admitirlo sería insoportable, porque obligaría a reconocer no solo la corrupción de los líderes, sino también el propio error de haber confiado en ellos.

Pero esos sesgos no existen en el vacío: necesitan un ecosistema que los alimente. En Los guardianes de la libertad, Chomsky mostró cómo los medios funcionan como aparatos de filtración. La concentración de la propiedad, la dependencia de la publicidad, la necesidad de fuentes oficiales y la disciplina ideológica son filtros que determinan qué entra al campo de lo visible y qué se descarta.

Cuando una figura mediática sentencia que todo es una “opereta K”, no está informando: está aplicando un filtro de credibilidad que convierte lo que debería ser un escándalo nacional en un murmullo irrelevante. Así, la corrupción libertaria no solo es negada: es expulsada del campo de lo pensable.

El votante queda atrapado en una estructura paradójica que lo obliga a elegir entre dos alternativas igualmente destructivas"

A este blindaje se suma una jugada simbólica aún más profunda: Milei dividió al país entre “argentinos de bien” y “el resto”. Nadie quiere ser del resto; todos buscan pertenecer al campo moralmente positivo. Pero si los audios fueran ciertos, el votante quedaría atrapado en una encrucijada insoportable: o aceptar ser parte de los corruptos de siempre, o reconocer que los supuestos redentores también roban. Ambas opciones son igual de malas.

En esa trampa aparece lo que Max Weber describió como dominación carismática: la autoridad que no descansa en instituciones ni en reglas impersonales, sino en la fe en las cualidades extraordinarias de un líder. Esa fe es inestable y necesita renovarse en la adversidad: cada crítica refuerza la percepción de excepcionalidad. Por eso, para los fieles, hablar de corrupción en Milei es casi un sinsentido.

Lo que se genera, entonces, es un doble vínculo en sentido batesoniano: un dispositivo comunicacional que coloca al sujeto en una paradoja irresoluble. Apoyar al líder significa, en el plano del discurso, sostener la lucha contra la corrupción; pero ese mismo acto exige al mismo tiempo justificar que quienes encarnan esa cruzada estén implicados en aquello mismo que denunciaban. La contradicción no puede señalarse abiertamente, no hay posibilidad de metacomunicarla sin quedar expulsado del grupo de pertenencia, de modo que el votante queda atrapado en una estructura paradójica que lo obliga a elegir entre dos alternativas igualmente destructivas para su identidad.

Ante ese callejón sin salida, la respuesta defensiva más accesible es la negación. Declarar que todo es “una opereta” no resuelve la tensión, pero la anestesia: permite conservar la coherencia interna, sostener la identidad colectiva y evitar el derrumbe subjetivo, aunque el costo sea habitar en un estado de tensión constante entre lo que se ve y lo que se está dispuesto a creer.

*Licenciado en filosofía.