Dejé para el final las reflexiones sobre el descenso al infierno.
Por mucho que uno haya leído, haya visto películas, se haya formado durante años en los temas relacionados con la Shoah, visitar Majdanek y Auschwitz-Birkenau son experiencias superadoras.
En las afueras de Lublin, en una zona baja, sin árboles que lo circunden, se encuentra Majdanek. Esto, en otras palabras, nos aclara que nadie pudo decir que no lo vió, que no sabía lo que pasaba.
El avance soviético en 1945 llegó antes que los intentos nazis de destruir evidencias. El complejo está intacto. El testimonio del horror está intacto. La memoria de la maldad humana sigue intacta.
El engaño desde la llegada del visitante, como otrora lo fue de las víctimas, está presente desde la primera instalación.
“Baño y desinfección”, dice el primer cartel.
Para quienes venían de los ghettos, era lógico que quisiesen evitar los piojos, las pulgas y el tifus. Los guardias entraban con los recién llegados. Nada podía suponer que hubiera peligro alguno.
Sin embargo, cuando se pasaba a la próxima estación, las puertas se cerraban herméticamente, la cámara sin ventanas quedaba sellada y las latas de Zyklon B expuestas al final indicaban que se utilizaba este químico volátil, que generaba una dolorosa e inevitable muerte.
Solo se les evitaba este proceso a los mayores de 16 y menores de 40 aptos para el trabajo.
Todos los que formábamos parte del grupo advertimos que ninguno hubiera podido ser exceptuado de tal destino.
Mientras continuábamos con el recorrido nos abrazábamos sin distinción, buscábamos el contacto humano sin quererlo, para sentirnos eso, humanos.
Con el corazón destrozado, cada uno veía a su compañero tan afligido que brindaba una inusual muestra de afecto hasta ese entonces del viaje. Una palmada, un gesto, lo que estuviera al alcance. Y del mismo modo, era grato y necesario recibirlo.

La inmensidad del campo sugería que los nazis podían haber sido muchísimos para operar y custodiarlo. Sin embargo, el orden administrativo y la necesidad de tropas en el frente hicieron que solo 15 oficiales y una centena de guardias ucranianos, quienes no entendían a los polacos y de quienes no se podía esperar contacto con la resistencia, era más que suficiente.
Ivan Demjanjuk, a quien se refiere el documental “El Diablo en la puerta de al lado” (The Devil Next Door), fue el ejemplo que nos permite entender al sadismo personificado.
Los ucranianos, quienes bajo el yugo soviético habían sufrido del intento genocida del Holomodor, recibieron a los nazis como sus salvadores. Y gustosos colaboraron para que estos se impongan.
Para los nazis, eran un instrumento momentáneo para liquidar a la judería europea, los soviéticos y otros. Luego, solo luego, se harían cargo de esos eslavos inferiores.
Por pedido de las esposas de los oficiales a la “primera dama” del campo, un domingo de picnic frente a este complejo, el comandante mudó la cámara de gas y el crematorio hacia el final, para que los niñitos de los oficiales no tengan que contaminar su paisaje bucólico y delicados olfatos con cadáveres transportados a la reducción a cenizas.
Hacia el final del campo, el nuevo crematorio, coronado a su salida con un rosal del comandante, y el espacio para triturar los huesos que no se descompusieron. Esas cenizas, luego eran vendidas al peso, como abono, a los campesinos polacos. El monumento final del campo, donde siete toneladas de cenizas humanas, mezcladas con arena para que no se dispersen en el aire, nos recuerda en primera persona “Que nuestro destino os sirva de
advertencia”.
Nos esperaba al día siguiente la visita a Auschwitz Birkenau.
Lo que se encuentra detrás del eufemismo nazi “Arbeit macht frei” en el portal (el trabajo libera) es la industrialización de la maldad. Es una fábrica de muerte. El infierno organizado. La crueldad burocratizada. La inhumanidad estructurada.
La industria alemana durante la guerra no podía permitirse dejar de producir, por lo que las fábricas se trasladaron a esa localidad de Oswiecim, en Polonia, vecinas al campo. En lugar de pagar a obreros sindicalizados y problemáticos, que de hecho no existían, se nutrieron de mano de obra esclava, por la que igualmente tenían que pagar pero no al obrero, sino a la Gestapo.
Para el “obrero” trabajar era mantener un día más de vida. La opción era la muerte.

El enorme complejo se preparó para recibir 150.000 prisioneros soviéticos. ¿Querían el comunismo y alabar la virtud del trabajo? Aquí lo tienen, sostenían irónicamente los nazis.
La llegada de casi medio millón de judíos húngaros en 1944 obligó a abrir un campo más, Birkenau, exclusivo para el pueblo elegido.
La rectora de la Universidad Nacional de Misiones, Alicia Bohren, visiblemente afectada, cuando salíamos del Tártaro, resumió su sentir: “La crueldad es transversal a todo lo que vimos”. La crueldad era preexistente a la intención homicida. La aniquilación debía ser cruel.
¿Cómo reconectar con la vida? ¿Cómo llevamos a las aulas y a nuestras vidas cotidianas lo aprendido en esta experiencia tan especial? El compromiso de hacerlo está presente, la necesidad de hacerlo está definida, donde se prepara a la población para el intercambio de ideas debe ser la usina de la convivencia en la diversidad.
¿Cómo nos sentimos y enfrentamos el resto de nuestras vidas, la vuelta a una normalidad que será distinta después de esta experiencia?
La psicóloga que nos acompañó como parte del grupo, Elizabeth Budman, nos transmitió: “De lado a lado. Pasos recorridos, caminados, desandados. Experiencias que se intensifican junto a todos nuestros ancestros, con todos nuestros sentidos. Cada uno sabrá cuál de ellos es el que más le impacta, con qué emoción se nombra lo innombrable… Yo nombro mi relato con imágenes, en donde el tiempo pasado se escenifica en el presente y también en el futuro… Los veo y me veo en escenas desgarradoras, que fueron de una forma y terminaron deformadas… Por lo que sucedió, por lo que impactó… Y ahora construyo nuevas imágenes, como si un papel transparente permite dibujarles nuevas palabras, nuevas formas y nuevos sentidos… Te pienso, los pienso, los recuerdo, los imagino y los honro y les digo a viva voz: YO ESTOY, USTEDES ESTÁN, AQUÍ ESTAMOS DE PIE.”
*Director del Centro Simon Wiesenthal para América Latina