OPINIóN
Lenguaje

La dialéctica fecal del señor presidente

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Fútbol. Pablo Alabarces estudió los rasgos distintivos de la ‘ética del aguante’ de las hinchadas. | AFP

Un minucioso informe de Nicolás Cassese y Paz Rodríguez Niell, publicado en La Nación , nos informa que en los últimos cien días el presidente Milei concedió 28 entrevistas, a lo largo de las cuales profirió 611 insultos, 57 de ellos de índole sexual, prácticamente todos ellos referidos a la penetración anal como metáfora del sometimiento y la humillación del adversario, y señala que aunque su recurso a este “lenguaje cloacal” ya era costumbre en sus días preinstitucionales, una vez llegado a la presidencia, lejos de desaparecer o disminuir, ha ido en aumento, consolidando una costumbre inédita en la historia de los presidentes argentinos y la política mundial. Pero una mirada más amplia sobre la historia y la cultura argentinas puede revelar que la práctica no es tan novedosa como parece.

El presidente concedió 28 entrevistas a lo largo de las cuales profirió 611 insulttos.

Nuestra literatura –y con ella, en buena medida, nuestra mitología, nuestra moral y ese algo elusivo y quizás inexistente llamado “ser nacional”– empieza con una violación anal, o al menos con su intento: en El matadero de Esteban Echeverría, una patota de mazorqueros atrapa a un joven unitario que pasa a caballo, lo desmontan, lo tiran boca abajo sobre una mesa, abren sus brazos y piernas en cruz y mientras lo desnudan despliegan el menú de opciones: “Por ahora, verga y tijera”, “Si no, la vela”, “Mejor será la mazorca”. La violación no llega a consumarse porque el joven “revienta de rabia”; la sangre que salta impide que la mazorca entre.

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En la escuela, para zafar, se suele explicar que el término “mazorca” se originaba en la estrecha unidad de sus integrantes, como los granos en la espiga de maíz. Pero un poema –si así puede llamársele– del entonces rosista, posteriormente opositor, siempre oportunista José Rivera Indarte –insospechado precursor del actual presidente– sugiere otra posible explicación: “Aqueste marlo que miras / de rubia chala vestido / en los infiernos ha hundido / a la unitaria facción; / y así con gran devoción / dirás para tu coleto: / Sálvame de este aprieto / ¡Oh Santa Federación! / ¡Y tendrás cuidado / al tiempo de andar, / de ver si este santo / te va por detrás!”. El poema estaba escrito al pie de un cuadro, donde figuraba una mazorca de maíz, exhibido en la vía pública, y titulado: “¡Viva la Mazorca! (al unitario que se detenga a mirarla)”.

Esta tradición tan argentina sería imaginativamente recreada en forma moderna y urbana en la obra de Osvaldo Lamborghini, que en su cuento “El niño proletario” relata la violación anal y muerte del canillita Stroppani a manos de tres compañeros de clase. Se habrán invertido los roles –ahora son los burgueses los que vejan al miembro de las clases populares–, pero es el mismo goce.

En un inteligente análisis incluido en su libro Héroes, machos y patriotas, el sociólogo Pablo Alabarces considera los rasgos distintivos de la “ética del aguante” de las hinchadas de fútbol y los encuentra cifrados en la retórica de la sodomización y la fellatio: los ya famosos “la tienen adentro” y “que la sigan chupando”: “En este sistema no hay lugar para las mujeres: de un lado están los hombres, y del otro los “no-hombres”, que no son las mujeres sino los homosexuales: los putos”.

La metáfora de la superioridad sobre el otro –varón sobre varón, desde ya, siempre se trata de “ver quién la tiene más larga”–, demostrada a través de la penetración anal, es tan consubstancial con nuestro modo de sentir e imaginar que hasta llamó la atención del habitualmente pacato Borges, que la examinó en “Nuestras imposibilidades”, un texto que trata de “los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino”. Allí hace una observación sobre la forma particular en que se ejercería, o al menos se pensaría, la sodomía entre nosotros: “En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. […] No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo –porque lo embromó al compañero–. Entrego esta dialéctica fecal a los apologistas de la viveza”.

Borges exagera, sin duda: no es la Argentina el único país donde se ensalza al sodomizador y se desprecia al sodomizado. Pero tan consubstancial es esta afligente dialéctica a nuestro modo de sentir y pensar que la usamos casi sin darnos cuenta: “me rompieron el culo”, “se la dimos por el orto” y variantes afines se invocan cotidianamente, sin que se nos mueva un pelo, para festejar o lamentar las más intrascendentes victorias o derrotas. Es importante señalar, por otra parte, que en dicha retórica la palabra puto, cuando aparece, no designa necesariamente al homosexual, sino –siguiendo a Alabarces– al que no puede hacer el aguante, al que no se la banca: “dale, jugate, no seas puto”. La ambigüedad de la voz “puto”, que tanto puede significar homosexual como cobarde o flojo, fue sintetizada por el argentinísimo polaco Witold Gombrowicz en su respuesta a quienes cuestionaban sus elecciones sexuales: “Qué triste país, tan puto y tan torcido, donde nadie se atreve a darse el gusto”. En otras palabras: “no seas puto, animate a ser puto”.

Milei puede no ser siempre homofóbico pero es, de modo indirecto, siempre misógino.

En ese sentido, esta dialéctica del señor presidente no es necesariamente homofóbica: responde a esta disociación que está inscripta en nuestra habla y nuestra cultura. Fue abiertamente homofóbico cuando afirmó, en su segundo discurso de Davos, que los homosexuales eran pedófilos, porque ahí estaba estigmatizando una identidad elegida y afirmada, y cuestionando el derecho a la diversidad. Pero en esta “imposible” dialéctica, el varón que le rompe el culo a otro no es homosexual, es macho, porque pone al otro – que hasta ese momento también era macho– en el lugar de puto. Para que la dialéctica se cumpla, el otro debía ser, o al menos creerse, macho: si ya era puto, la estaría pasando bien; ya no tiene gracia.

En su obsesivo recurso a la metáfora de la violación anal, el Presidente puede no ser siempre homofóbico pero es, aunque de modo indirecto, siempre misógino: las mujeres están excluidas de esta dialéctica de poder (cosa que no debería sorprendernos en un gobierno que niega la violencia de género y eligió el Día Internacional de la Mujer para eliminar el Salón de las Mujeres de la Casa Rosada y reemplazarlo por el Salón de los Próceres, los porongas de nuestra historia): los que “la tienen adentro”, no hace falta aclarar, son indefectiblemente varones. Pero eso lo sabíamos hace rato: la cuestión de quién es puto y quién es macho es algo que se dirime entre hombres.

En su despectiva concesión a “la dictadura de las buenas costumbres” el presidente Milei se ha comprometido a no usar más insultos, aunque sin privarse de deslizar otra provocación en su promesa: “Creo que cuestionan mi forma de expresarme porque no tienen el nivel intelectual para discutir mis ideas”. Algunos celebrarán su intención de pasar de la dialéctica fecal a la dialéctica socrática, aunque yo al menos tengo mis dudas: sus ideas son mucho más perniciosas que sus insultos. Lo significativo no es la vulgaridad o el atentado al buen gusto de esta obstinada metáfora, sino la concepción del ejercicio de gobierno que revela: hacer política no se trata de crear consensos sino de sodomizar disensos; lejos de ser alguien que nos cuida y vela por nosotros, el primer mandatario se anuncia y promueve como un violador serial, metafóricamente de personas, literalmente de derechos.

Y si es capaz de cumplir con su palabra, quizá llegue el día en que terminemos extrañando sus obscenos insultos: al menos desde el punto de vista de nuestras imposibilidades, lo habían convertido hasta ahora en el más argentino de nuestros presidentes.

*Escritor.