OPINIóN
Promesa y vértigo

La sociedad del vértigo

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Vivimos tiempos raudos, veloces, trepidantes, años de aceleración más progresiva que constante, de corazones y mentes en continuo e irrefrenable estado de agitación, de personalidades más movidas por espasmos impersonales que por voluntades libres y subjetivas. El yo se ha descentrado por efecto de una velocidad tendiente al infinito, habita al borde del abismo y la catástrofe, y ambos ejercen sobre él un poderoso efecto alucinatorio de atractiva seducción.

Durante siglos, al menos en Occidente, la autocomprensión de la propia biografía estuvo asociada al sostenimiento de proyectos y propósitos, incluso al de múltiples proyectos y propósitos, pero la pandemia nos entregó entre sus legados que la condición humana se haya convertido en multitarea, ninguna de ellas excusable, todas ellas urgentes y, sobre todo y por lo tanto, ninguna susceptible de ser pospuesta.

En la era de los smartwatches, el futuro ha dejado de ser un horizonte existencial para convertirse en el nombre anticipatorio del pasado. Así, el futuro no es ahora sino el pasado que nos queda por vivir. Si esto es así, si por efecto del vértigo el futuro ha perdido su condición de horizonte existencial, de ámbito estructurante del presente en la forma de su presagio y augurio, si se torna evanescente y desprovisto de consistencia, de urdimbre, de espesor, el presente mismo pierde una de sus dimensiones más prometedoras, precisamente esa, la de ser el espacio-tiempo desde el que somos capaces de prometer.

Prometer, sostiene Hannah Arendt, es el único remedio posible a la imprevisibilidad de las consecuencias que pueden generar nuestras acciones, es la capacidad libre de la condición humana por medio de la cual conquistamos “islas de seguridad” en el futuro, también en la forma feliz del compromiso, que no es sino prometerse-con otros.

Del mismo modo, sin promesa desde el presente no hay proyecto que nos disponga hacia el porvenir, nada que nos ilusione, ninguna esperanza que nos entusiasme. Sin embargo, y a diferencia de Hegel, quien insistía en la dimensión emancipatoria y lineal de la “astucia de la razón”, de manera mucho más modesta, sencilla, cercana y humilde proponía Ernst Bloch la “astucia de la esperanza”.

En efecto, la esperanza es astuta, en primer lugar con respecto a sí misma, “esperanza contra toda esperanza”, escribía Saulo de Tarso, y en segundo lugar con respecto a la instauración del tempo lento, el tiempo propio de lo que se aguarda admirado, lo que se cosecha y germina, lo que nace y crece, una temporalidad exactamente opuesta a la estéril aceleración del tiempo.

En su deliciosa novela El Danubio, el escritor italiano Claudio Magris afirma de manera tan vehemente como provocadora que “el diablo es conservador”. No habla Magris, desde luego, de ese personaje tan presente en las más diversas cosmovisiones religiosas de todo el mundo, sino del espíritu de la negatividad, de esa mirada diabólica según la cual ni lo mejor es posible ni se nos ha sido dado conseguirlo. El diablo, en Magris, es la negatividad pura, el máximamente desesperanzado, el desprovisto de futuro y, por eso mismo, el gran y definitivo conservador.

Y esa es la gran paradoja de la sociedad del vértigo, una carrera de nadie hacia ningún lugar y en la que en consecuencia nada se transforma, todo se conserva tal y como se encontraba en su punto inicial. Por el contrario, la esperanza, la más pequeña de las virtudes, tal y como la denominaba el poeta francés Charles Péguy, es justamente lo que el diablo no se espera y la que nos permite mirar sin vértigo la belleza esencial de todo.

*Profesor de Ética de la Comunicación. Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.