OPINIóN
Desde la otra orilla

Las invasiones bárbaras

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Dejar todo. Una cifra inusitada de emigrantes se produce día a día. Lo mismo que muertes. | cedoc

La palabra invasión ha tomado desde el 24 de febrero una dramática actualidad que nos remite a los peores momentos del pasado. Parece que el reloj hubiera atrasado abruptamente para llevarnos a 1939. Pero ese atraso en las conductas políticas no lleva consigo la desaparición de las armas nucleares que poseen los invasores y sus atacados. La posibilidad de destrucción masiva está latente, supera el territorio del conflicto y amenaza a todo el mundo.

Bárbaras resultan las imágenes que se transmiten casi en directo dando cuenta de bombardeos, muertes y exilios. Una cifra inusitada de emigrantes se produce día a día remitiéndonos a las imágenes del cine que recrea episodios de la Segunda Guerra Mundial. Las palabras más crudas del vocabulario bélico se integran al lenguaje cotidiano con una naturalidad apabullante.

Cuando en el año 2003 el cineasta canadiense Denis Arcand unió estas dos palabra para el título de su elogiada película, seguramente no imaginó que casi dos décadas después obtendrían una significación muy alejada del conflicto que narra su obra. Hoy estamos ante unas invasiones bárbaras que atentan contra todo lo alcanzado en materia de convivencia internacional y protección de derechos humanos desde 1945 hasta la fecha, dando cercana verosimilitud a la destrucción masiva del planeta.

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Las medidas tomadas por los países miembros de la OTAN han sido cautelosas en cuanto a lo militar pero firmes en el carácter disuasivo de sus medidas económicas. Sin embargo, el esfuerzo por deslegitimar la invasión, tanto a nivel internacional como interno, tiene que estar inspirado por las reglas de la racionalidad democrática, que son las que defienden los oponentes a una invasión cualquiera, sean los motivos que se esgriman para justificarla.

Las primeras noticias que vincularon al mundo cultural con la invasión dieron cuenta de muy dignas actitudes personales de artistas que renunciaron a sus cargos como señal de rechazo a la invasión ordenada por Vladimir Putin a Ucrania. Tal el caso del destacado bailarín Laurent Hilaire, estrella del ballet de la Ópera de París durante veintidós años y director de danza en el Teatro Stanislavsky y Nemirovich-Danchenko desde 2017, cargo al que renunció por rechazo a la invasión . A este caso emblemático se sumaron otros artistas que se apartaron de cargos o plantearon su disidencia con la actitud asumida por el gobierno ruso.

Pero lentamente, a estas primeras actitudes individuales acompañadas por protestas sociales fuertemente reprimidas de artistas locales, según surge de la poca información que llega de territorio ruso, comenzaron a anunciarse determinadas decisiones tomadas por instituciones de los países de Europa y América que son fuertes señales de alarma. La rescisión de contratos de artistas rusos en diferentes teatros de América del Norte y Europa, sumada al lenvatamiento de ciclos de cineastas rusos, de conciertos de compositores de esa nacionalidad, entre otras actitudes, despiertan perplejidad porque no suman a la defensa de la democracia los actos de cercenamiento de la libertad de expresión.

¿Son Prokofiev, Tolstoi o Tarkovsky responsables de la conducta belicista del gobierno de turno de ese país que tanto ha contribuido con los talentos de sus artistas a la cultura universal? ¿Es una actitud correctiva de la agresión bélica la cancelación de la difusión de la cultura rusa en el resto del mundo? Muy lejano a este objetivo, sume al bloque de países que lideran la defensa de la paz a través del respeto de los derechos humanos en una conducta contradictoria y profundamente irracional.

Los hechos no son anecdóticos porque revelan el triunfo de la pasión, del “ethos heroico”, sobre la defensa de la racionalidad. A la lógica de la guerra se le responde con conductas que obedecen al mismo parámetro. La censura sobre artistas de todas las expresiones que están incorporados al patrimonio cultural de la humanidad es un acto irracional que también muestra la adhesión a un pensamiento ordenado por el patrón de los ejércitos. Como bien señala Ariana Harwickz, el arte no puede quedar vaciado de su poder de disidencia ni convertirse en verdugo al servicio de la peste de la emoción.

La mejor forma de resistir la invasión y evitar una guerra catastrófica es respetar sin concesiones la libertad de expresión. Ninguna censura produce efectos benéficos porque está imbuida de irracionalidad. El mejor rechazo a la invasión es con una potente acción cultural que permita la difusión más amplia de ideas y creaciones. En el arte de los invasores está la semilla de su reconvención.

*Profesor de Derecho Constitucional.