A finales de los 60’ Norman Mailer fue candidato a alcalde de Nueva York. El escritor y periodista ganador dos veces del Pulitzer, creyó entonces que era su deber. “No he sido un buen tipo, quiero salvar mi alma”, según sus palabras, pero perdió. Unos pocos años antes de morir expresó sus sensaciones pasadas con acidez: “Lo que aprendí del esfuerzo y la derrota es que la política es un asunto tremendamente difícil. Sabes, respetamos a los jugadores de básquet porque tienen tanta resistencia. Bueno, muy pocos seres humanos pueden convertirse en buenos políticos debido a la cantidad de trabajo en el que te metes. Las responsabilidades. La cantidad de cosas desagradables que tienes que hacer. Así que no miro con desdén a los políticos. Creo que tienen derecho al mismo respeto que le damos a los atletas razonablemente buenos. La resistencia es impresionante”.
Sin contar con la respuesta exacta sobre a qué se refiere Mailer con “desagradable” en su filosa generalización, podríamos asegurar que va por el lado de tragar saliva y hacer lo contrario a lo que dictan tus principios. Cualquiera podría creer que eso se reduce a cuestiones non sanctas, pero creo que actualmente el panorama se ha ampliado a otro tipo de situaciones. Hay (o había) en algunos protagonistas de nuestra vida política un supuesto interés por buscar salidas consensuadas, en respetar las ideas de los otros, en convocar de manera amplia a encontrar soluciones a problemas cotidianos, que pareciera haber chocado contra otra noción de lo “desagradable”. El enfrentamiento podría ser con sus partidarios a la vista de todos de forma epistolar, o con un “otro yo” que impone una agenda monologuista, esa donde sólo uno tiene razón, en la que el otro aparece en el discurso únicamente para ser agredido o ninguneado.
Las formas desagradables ganaron tanto terreno que han convencido a muchas y muchos de que es la mejor manera de captar la atención del electorado. Al día siguiente de que el oficialismo nacional tuviera un muy mal resultado en las PASO, la segunda reacción de la coalición gobernante (la primera fue vaciar de poder al presidente) fue decir “entendimos el mensaje de las urnas”. En un país que tiene 3,1 millones de personas en la indigencia, unas 43 canchas de River repletas de seres humanos que no alcanzan a cubrir la canasta básica, comprender lo que está pasando es, aparentemente, reformar un gabinete y asistir a parte de la población por un tiempo determinado (a priori breve) con una equis cantidad de dinero. Interpretar que la sociedad reclama algo tan profundo como su padecer, no aparece en la baraja.
Previo a la elección primaria escribí en PERFIL acerca de la desconexión entre parte de la política y las demandas de la sociedad. El escrutinio parece confirmar que es mucha la gente que no se siente representada y lo que se percibía como un error de lectura previo al escrutinio, se terminó de confirmar con los números definitivos. El espacio derrotado no demuestra voluntad de realizar acuerdos, pese a que el mejor vínculo con la comunidad lo tejió cuando se mostró abierto a abandonar la grieta. Cabe recordar que, allá por abril de 2020 la imagen positiva del presidente rondaba el 70 por ciento, mientras que hoy toca el 25 por ciento. Entonces, ¿por qué no creer que el éxito electoral (y el de una nación) está atado a mostrar acciones de gobierno que no excluyan a ningún actor democrático? ¿Por qué apoyarse en la confrontación inútil y reaccionar con medidas desesperadas? Estoy convencido de que estamos a un instante de un gran cambio cultural, con el reencuentro como protagonista y motor del país. Quienes se resistan a dar el paso, quienes no crean que en este punto también hay que provocar una evolución, dejarán pasar una oportunidad histórica y lo lamentarán más que perder una elección.
*Director del Centro Cultural General San Martín.
Producción periodística: Silvina L. Márquez.