Los barones del conurbano empezaron a ser noticia en los años 90, bajo la gobernación de Eduardo Duhalde. La distribución de los fondos se convirtió en aquel momento en una cuestión tanto logística como política, lo que dio lugar a un nuevo sistema de poder. Desde entonces, tomó fuerza la necesidad de fortalecer en el conurbano para después asegurar las elecciones provinciales y nacionales.
Hoy este mismo sistema se ha replicado a nivel país, en la relación entre las fuerzas nacionales y los gobernadores. Ante la imposibilidad numérica de hacerse cargo de ganar en cada una de las provincias, el gobierno adoptó un sistema más pragmático: no intervenir en las elecciones locales, y después acordar con los gobernadores para que implementen una boleta corta en la presidencial.
Es un negocio viejo y redondo para todos: recursos a cambio de tener la cancha liberada en las elecciones. De esta manera, el poder de los gobernadores no deja de crecer. Se constituyen verdaderos patriarcados provinciales en los que, si no existe una posibilidad de proyectarse a nivel nacional, los dirigentes pueden repetir sus mandatos a piacere. Ahora ya no tenemos que hablar de los barones del conurbano, sino de los duques del interior.
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Esta especie de federalismo torcido favorece también la disgregación partidaria. Con el desmembramiento del PJ y la debilidad de la UCR, la mayor parte de las provincias están en manos de fuerzas locales que no responden a armados nacionales específicos. En las campañas provinciales se izan banderas históricas, pero a la hora de apoyar una fórmula presidencial prima la conveniencia política.
El cierre de alianzas electorales, que tuvo lugar esta semana, pone en evidencia que falta energía o voluntad para superar este sistema. Hasta ahora, las principales fórmulas se construyeron a dedo, sin dar espacio a un debate dentro de las estructuras partidarias. La lógica está invertida: primero se plantean los candidatos, y después se buscan los apoyos políticos.
En este momento, la política debería empezar a desplegarse hacia afuera antes que hacia adentro. Es el punto en el que se hace necesario meterse en el barro, hablar con la gente, convencer a los votantes y contrastar distintos proyectos de gobierno. La incógnita es cómo va a recibirlos la sociedad, después de meses de sentirse nada más que una espectadora del show político.
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Hoy por hoy, las dos principales fuerzas políticas cuentan con niveles de aceptación y de rechazo muy parecidos, casi inmóviles. Confiados en esos números, se buscaron fórmulas que no apuntaban a ampliar la intención de voto, sino más bien a lo simbólico. La designación de Pichetto en la fórmula oficialista sirvió sin duda para apaciguar a los mercados y a Wall Street, por ejemplo, pero sin un impacto tangible entre los electores. Otro tanto podría decirse de lo ocurrido con Alberto Fernández. A nivel político, estas designaciones solo sirvieron para desarmar la tercera opción, y particularmente para decolorar a la figura de Sergio Massa, quien es hoy en día el dirigente que ha sufrido una mayor pérdida de credibilidad.
Ahora que pasó el momento de las sorpresas, hay que hacer prosperar a las alianzas. De la licuadora electoral salen armados con propuestas y candidatos muy diversos. Ninguno de los sellos que compitió en 2015 se vuelve a hacer presente en 2019. Cambiemos hoy es Juntos por el Cambio; el Frente para la Victoria es el Frente de Todos. Habría que preguntarse qué promesa de estabilidad pueden ofrecer los partidos si ni siquiera las principales alianzas son capaces de resistir por cuatro años.
Esta perspectiva pone en evidencia el desgaste del sistema político argentino. El mapa electoral está dominado por las partidocracias provinciales, y los partidos están obligados a renegociar la gobernabilidad en cada distrito. Lo que va quedando siempre en segundo lugar son las necesidades concretas de la población. Se cierran otras grietas pero se amplía la que más importa: la que separa a los votantes de la clase política. Con un sistema pensado solo en términos de rédito electoral, es imposible avanzar como país.
ER EA