En los últimos días trascendió que el oficialismo y la principal fuerza opositora con representación parlamentaria habrían llegado finalmente a un acuerdo para postergar las “Primarias, Obligatorias y Simultáneas” (PASO) para las elecciones legislativas de medio término que, de acuerdo al calendario electoral previsto, debían realizarse durante el próximo mes de agosto.
Si bien todavía faltan confirmar los detalles y alcances del acuerdo, los que seguramente saldrán a la luz al momento de su debate en el Congreso, pareciera ponerse así un punto final a la incertidumbre que viene rodeando a este tema desde hace ya varios meses.
Probablemente existan múltiples argumentos convincentes que avalen la postergación o, incluso, la suspensión de las PASO, en el marco de este particular momento que atraviesa un país que ya navega por las inciertas y turbulentas aguas de la segunda ola de la pandemia.
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La inconveniencia en términos de riesgo epidemiológico de generar un hecho de la masividad y convocatoria que entraña un proceso electoral, tanto en lo que hace a la campaña como al acto electoral. La necesidad, en un contexto de vacunas escasas, de garantizar la seguridad de todo el personal abocado al acto comicial: funcionarios judiciales, autoridades de mesa, fiscales, fuerzas de seguridad, personal del correo, etc.
El excesivo gasto que éstas demandarían en un contexto en donde se hace necesario destinar todos los esfuerzos a reforzar el sistema sanitario, a la vez que contener a aquellos sectores que se han visto afectados por las consecuencias socioeconómicas de la pandemia. La futilidad de realizar estas elecciones en un año en que sólo se eligen cargos legislativos, sobre todo a la luz de que la historia reciente de esta herramienta ha dado cuentas de que en la mayoría de los espacios y coaliciones no suelen dirimirse públicamente las disputas internas, con lo que las PASO acaban convirtiéndose en una suerte de gran encuesta electoral, muy onerosa por cierto.
Por último, una situación de la cual una parte importante de la clase dirigente parece haber empezado a tomar nota: la inconveniencia de celebrar elecciones en un contexto donde la angustia generalizada, el hastío e incluso, la bronca, de amplias franjas de la ciudadanía viene creciendo y podría deslizarse hacia un fenómeno de impugnación generalizada de la “clase política”.
Ahora bien, cabe preguntarse, ¿son éstas las cuestiones central del necesario debate en torno a las PASO? La respuesta, al menos para quien escribe estas líneas, es un rotundo no.
Las PASO fueron, son y serán fundamentales para mejorar la representación
El sistema electoral argentino necesita indudable y urgentemente de un mayor grado de estabilidad, transparencia, y previsibilidad. Uno de los objetivos primordiales de todo proceso electoral es garantizar que la voluntad popular pueda expresarse libremente y sin obstáculos, y ello no parece estar siempre garantizado con el actual sistema.
La “política criolla” —como la inmortalizó en su célebre obra “Pago chico” Roberto Payró— no terminó con la Ley Sáenz Peña y la modernización que trajo aparejado el proceso de ampliación del sufragio, sino que siguió en las etapas democráticas con la frecuente utilización de los sistemas electorales en función de intereses coyunturales de partidos dominantes o gobiernos de turno.
Los sistemas electorales son fundamentalmente instituciones arbitrarias. Como han demostrado estudios clásicos de la ciencia política (Duverger, Rae, Sartori, entre otros), no sólo son el instrumento más manipulable sino también más determinante en el corto plazo del sistema político, fundamentalmente por su impacto directo en la configuración y funcionamiento del sistema de partidos.
De allí la importancia de que la reforma electoral sea producto del amplio consenso entre los actores de sistema, es decir los partidos políticos, aún aunque esté técnica y jurídicamente sustentada por la “Biblioteca de Alejandría”.
El reconocido politólogo alemán Dieter Nohlen ya señalaba -en la década del ’90- que en la Argentina las reformas electorales dependían en gran medida de especulaciones y cálculos políticos, sobre todo en razón de que tradicionalmente el sistema electoral no ha sido visto como una imprescindible regla de juego transparente y estable, sino como un instrumento de poder.
Lamentablemente, la observación del académico de la Universidad de Heidelberg tiene plena vigencia. Y lo que ha venido ocurriendo con las PASO es una prueba de ello. En un país en el que en 2002 dos cada tres argentinos decían identificarse con la consigna "que se vayan todos", el gobierno de transición encabezado por Duhalde propuso un paquete de medidas con el objetivo de intentar revitalizar la representación política que incluía -entre otras iniciativas- las PASO como instancia de democratización del proceso de selección de candidaturas que, como es sabido, la Constitución Nacional reserva como monopolio de los partidos.
El sistema electoral argentino necesita indudable y urgentemente de un mayor grado de estabilidad, transparencia, y previsibilidad.
Dicha ley jamás fue aplicada. Se suspendió su aplicación para las elecciones de 2003 en las cuales fue electo Néstor Kirchner, permitiendo que la interna justicialista se dirimiera por afuera. Tampoco se usó en las elecciones nacionales de 2005 y 2007, y finalmente se derogó. Dos años después, a instancias de la Presidenta Cristina Kirchner se sancionó la ley 26.571 que volvió a instaurar las PASO, que fueron utilizadas por primera vez en las presidenciales de 2011.
Desde entonces, fue una herramienta más utilizada por la oposición que por los oficialismos. De hecho, nunca un oficialismo nacional apeló a ellas. En 2015 jugaron un papel clave en la carrera presidencial de Macri, luego de que la interna con Carrió y Sanz posicionó a Cambiemos como una fuerza plural y democrática, capaz de contener a todos sus espacios, y aprovecharse de las potencialidades de cada uno. Ya en el gobierno, Cambiemos no volvió a recurrir a la herramienta en las siguientes presidenciales. Quizás la fuerza que más aprovechó este mecanismo fue la izquierda, logrando no solo plasmar un recambio generacional, sino generando además un inusitado interés público, movilizando nuevas voluntades que se acercaron a ese espacio, y consiguiendo metas de votación históricas. En lo que respecta al justicialismo, jamás hizo uso de la herramienta para una elección presidencial, y las disidencias internas -como la de Rodríguez Saá en 2007- se canalizaron por fuera.
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En definitiva, es necesario garantizar reglas de juego claras y transparentes que a la vez que aseguren la igualdad de oportunidades para todas las fuerzas políticas, brinden garantías al elector en el ejercicio pleno del derecho al sufragio. En este marco, las PASO son una buena herramienta en la medida en que la clase dirigente se comprometa a dotarla de la estabilidad y previsibilidad necesarias.
En esa homérica epopeya por construir un “país normal”, no sólo necesitamos reglas de juego estables, transparentes, y aceptadas por todos, sino fundamentalmente romper con una tradición tan lamentable como recurrente: que las reformas electorales se planteen más como herramientas para solucionar los problemas de los políticos y no necesariamente para mejorar el funcionamiento democrático y el vínculo con los ciudadanos.
* Politólogo, Master en Sociología (Flacso), y en Acción Política (Universidad Rey Juan Carlos), consultor político y autor de "Comunicar lo local" (La Crujía, 2019).