Un joven abogado especialista en derecho penal me comenta días atrás que intervino como defensor en una causa compleja, con procesamientos, recursos ante la Cámara, Tribunal de Casación y Corte.
Este trámite le llevó seis años de trabajo constante e ininterrumpido.
Como tenía con su cliente un lazo de amistad, pactó que su honorario lo determinaría la justicia al final del proceso.
Llegó ese final con el sobreseimiento de su asistido.
El juzgado le reguló $350.000.
Si tomamos en cuenta que el Ministerio de Trabajo estipuló que el salario mínimo en Argentina a partir de junio de 2022 es de $45.540, a ese profesional especialista, que luego de la facultad estudió cinco años más para su posgrado, para la justicia, por su trabajo de seis años, debe percibir el equivalente a 7.68 salarios mínimos, o sea, el aproximado a un salario mínimo por cada año de trabajo en esa causa, considerando que ya pasaron no seis sino siete años hasta que le fueron regulados sus honorarios.
Otro novel abogado recibido el año pasado, comenzó su experiencia laboral en una firma legal muy renombrada en donde le asignaron la función de responder mails y tareas administrativas percibiendo un sueldo 20% superior al salario mínimo.
De capacitación nada hablaron, como tampoco de asignarle causas judiciales ni mucho menos participación en los honorarios.
Irse del país: la necesidad de construir una segunda oportunidad
Estos ejemplos y muchísimos otros que seguramente los lectores conocerán, son los desencadenantes para que los protagonistas de los dos casos anteriores hoy tengan un nuevo proyecto en su vida, tal lo es dejar a sus familias, amigos y su pasado para radicarse en el exterior.
Y como no quisiera en este artículo reproducir lo que todos conocemos como detonantes de las masivas emigraciones de talentos, tal lo es la falta de esperanza, de oportunidades, la inseguridad, la nula posibilidad de encontrar un empleo y, si tiene la dicha de trabajar abonar aproximadamente 170 impuestos sin reciprocidad alguna por parte del Estado, a esos ingredientes le agrego uno adicional que es el “maltrato” al que produce, estudia o se esmera para procurar su crecimiento.
Si Usted posee una Pyme y factura medianamente bien, no estará exento que por alguna razón algún empleado le invente un juicio y, producto de ello, pueda quebrar.
O si posee una empresa, los sindicatos le realicen un bloqueo y paralicen su producción.
Emigrar, mucho más que armar valijas
Ante esto: ¿Se puede afirmar que no existe un maltrato por parte del Estado al descuidar a su segmento productivo el cual abona impuestos siderales?
Ese maltrato al que hago hincapié también aplica al sector privado, cuando el empresario, industrial o comerciante posee un excelente empleado y, lejos de estimularlo, motivarlo o ser empático, le abona salarios irrisorios exigiéndole cada día un mayor esfuerzo, ya que especula que, ese excelente empleado, para conseguir un nuevo trabajo, deberá sobrellevar una misión prácticamente imposible.
Todo este maltrato social se puede notar en las calles en donde día a día nos encontramos con agresiones que solo suceden en sociedades enfermas de odio, de ira y de resentimiento.
Es imposible crecer en una sociedad donde está mal visto el mérito, donde tener un buen auto o una linda casa sea irritante para mucha gente, donde el policía sea sumiso ante un delincuente porque puede perder su carrera y poner en peligro los ingresos familiares que percibe, aun poniendo en riesgo su vida.
O donde un científico o médico posee un salario magro; donde una pareja trabajando ambos no llegan a fin de mes y, como tienen hijos, cenan mate cocido con galletitas para que los pequeños tengan su cena consistente en un plato de comida y, contrariamente,quien nunca trabajó posee subsidios estatales que le permiten vivir y, para no perderlos, opta por seguir sin trabajar y así pasan de generación en generación.
El maltrato social es el desencadenante del éxodo de los jóvenes talentos argentinos y de empresarios que llevan sus negocios a un país limítrofe en donde poseen una diferente calidad de vida.
Historias de migrantes: ¿hay que irse del país?
Por lo tanto, más allá de las reformas laborales, tributarias, rebaja del gasto público de lo cual todos hablan hasta el hartazgo y con mucha razón, deberíamos poner en la agenda y con mucho énfasis a la salud mental de la sociedad, toda vez que, si la sociedad está enferma, nulos serán los esfuerzos para salir delante de esta crisis social, moral y económica sin precedentes por la que atravesamos.
Por último, una amiga de la familia residente en la Provincia de Misiones tiene a su hijo Franco de 19 años quien, desde hace dos años, decidió terminar su secundario y emigrar a Italia.
No lo convencieron los recurrentes argumentos de sus padres para quedarse en el País, los cuales debieron soportar un enorme esfuerzo económico a fin de que su hijo se instale en Italia.
A los dos meses de su partida ya entró en la facultad y, próximamente, en el receso del verano europeo, comenzará un trabajo que le permitirá solventar sus gastos.
Ya sea Franco o los dos ejemplos dados al comienzo con los abogados como protagonistas, todos poseen un mínimo común denominador, siendo éste que la sociedad los expulsó, no los quiso dentro de ella, no les dio cabida toda vez que, no se entiende cómo podrían vivir normalmente, sin sobresaltos y con una vida planificada a miles de kilómetros de distancia, sin familia, sin amigos, sin arraigo y, en su país, ser nada más ni nada menos que lo asimilable a un material descartable.
* Marcelo H. Echevarría. Abogado (UBA). Especialista en Derecho Penal (UB).