OPINIóN
ECONOMISTA DE LA SEMANA

No existe el todo para todos

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Macroeconomía. Ordenar las cuentas será el desafío del próximo gobierno en 2024. | Néstor Grassi

En el panel de instrumentos del próximo gobierno aparece un gran botón rojo sobre el cual está la leyenda “no tocar salvo que se quiera ser un país desarrollado”. Lo que perdemos por no apretarlo es enorme. Es la diferencia entre que los jóvenes sigan emigrando o se queden; entre que la pobreza siga creciendo o empiece a bajar; entre que el salario promedio sea de 400 dólares por mes o de 4 mil.

Tocar el botón rojo implica un profundo cambio de reglas de juego. En esencia, abandonar la idea del Estado para todos y amigarnos con la idea de que la competencia es la mejor forma de progresar.

Por supuesto, esto requiere una reforma del sector público, atacando sus dos grandes problemas: su tamaño y su lógica de funcionamiento.

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La cuestión del tamaño es más evidente y viene siendo más debatida. En los últimos 20 años el tamaño del gasto público en relación al PBI aumentó en unos 10 puntos, algo que no resulta financiable en el largo plazo. Esto nos obliga a achicar el Estado.

Pero lo segundo es más importante; no es solo hay que ir hacia un Estado más chico, sino hacia un Estado diferente. Lo que mató el crecimiento argentino no fue tener un Estado grande, sino que ese Estado achicó el espacio de acción del sector privado y absorbió varias de sus funciones. Cada vez más negociaciones, interacciones y procesos propios de la gestión privada fueron intermediados por el sector público a través de la regulación de la competencia, de los precios, los salarios y de los beneficios de las empresas.

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Esto vuelve al nudo gordiano argentino más complejo. No es una cuestión meramente macroeconómica, es una cuestión institucional, de reglas de juego. Y como tal, no solo atañe a economistas.

Veamos algunos ejemplos. El Estado define qué sectores son estratégicos y que por lo tanto merecen ser acreedores de beneficios impositivos, transferencias y crédito subsidiado. No solo eso, sino que dentro de esos sectores elige qué empresas son las verdaderamente estratégicas. Lo que muchas veces olvidamos es que esos beneficios son pagados por el resto de la economía, que debe ceder recursos para destinarlos a los sectores “estratégicos”.

También vemos la mano del Estado en las paritarias, o sea en los beneficios de los trabajadores. La negociación tripartita entre empresas, sindicatos y Estado, donde éste último se vuelca selectivamente a favor de unos u otros según lo considere. Por ejemplo, si hay un objetivo de desinflacionar la economía, empiezan a aparecer las presiones estatales para dar paritarias más bajas. Y luego, las presiones para compensar la pérdida de poder adquisitivo.

Ahora bien, en economía lo que importan son los precios relativos, no los absolutos. Los recursos son finitos, por lo que decir que vamos a beneficiar la producción de peras implica que vamos a desincentivar alguna otra. Los beneficios que desde el Estado se dan a algunos son pagados por otros. Pero si el Estado se pone en este rol, ¿Qué impide que los otros que perdieron inicialmente no pidan una compensación?

Si aparece un régimen de promoción para la industria, ¿por qué no podemos pensar en otro para el agro? ¿Y para los servicios? ¿Y qué pasa con los consumidores que luego tienen que pagar más caro su compra en el supermercado? ¿Lo podemos compensar con controles de precios sobre las empresas a las que les dimos el beneficio inicialmente?

Al final del día, beneficios para todos equivale a beneficios para ninguno. El Estado termina metido de lleno en el funcionamiento de los mercados. Los beneficios están sesgados por la mano estatal en lugar del mérito productivo. Donde las subas salariales dependen del favor político en lugar de la productividad. Y donde la capacidad de comerciar con el mundo depende de tener el teléfono del funcionario correcto.

En algunos casos es aún peor. La distribución de beneficios y costos se hace en mesas donde no todos están invitados. Siendo en general los ausentes los contribuyentes, que quedan encargados de pagar el costo de los beneficios discrecionales que se van otorgando. No por casualidad hay alrededor de 150 impuestos diferentes; es la única forma de poder acercarse a la recaudación necesaria para sostener todo el esquema de transferencias y beneficios que mencionamos antes. Y esto sin incluir el impuesto inflacionario. Y, además, el 70% de los depósitos del sistema financiero que están prestados al Estado.

En términos prácticos, todo este esquema ha quedado escrito en leyes, decretos y resoluciones que crearon regímenes, organizaciones, mesas de trabajo, atribuciones y otros mecanismos institucionales para transferir de unos a otros. Que incluyen a entes estatales, pero también otros gremiales o empresariales, haciendo aún más difícil la disociación entre lo público y lo privado.

El desafío del próximo gobierno es doble. Ir hacia un nivel de gasto público financiable, que incluye sin lugar a dudas lograr el equilibrio fiscal. Y cambiar el conjunto de reglas de la economía argentina, algo que excede el equilibrio macro, y sentar las bases de una economía abierta y donde la competencia privada sea la regla.

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El cambio de régimen económico exige derogar gran parte de la normativa vigente. Nótese que no decimos modernizar, ni digitalizar, ni facilitar. Sino derogar. No hay que aceitar los mecanismos de intervención y discrecionalidad estatal, sino eliminarlos, liberando los esfuerzos productivos de los argentinos. En otras palabras, el Estado debe ceder espacios al sector privado si es que queremos apostarle al crecimiento.

La privatización del Estado, entendida como el sector público ingresando en esferas del conflicto privado, debe revertirse derogando aquellos instrumentos que lo involucran en cuestiones eminentemente privadas. Aquí aparece la necesidad de revisar y tender a terminar con los regímenes de promoción que definen los beneficios relativos entre actividades económicas, las exenciones impositivas especiales, las transferencias discrecionales y subsidios que alteran los precios relativos con dudosos criterios de eficiencia pública. Además, el Estado debe dejar de ser el proveedor de bienes y servicios que pueden ser provistos con mayor facilidad y eficiencia por el sector privado; en esto último es donde entra el necesario programa de privatizaciones de empresas.

También debe derogarse gran parte de la normativa vigente para reducir la discrecionalidad, que es en parte generadora de los incentivos al lobby improductivo que mencionamos en el párrafo anterior. El establecimiento de una regla clara es la mejor forma de facilitar el cálculo económico de empresas y trabajadores, y de reducir lo más posible los incentivos a la corrupción en el sector público.

Cambiar estas reglas generaría el shock productivo que necesita el sector privado argentino para dejar de estar a la defensiva y pase a la ofensiva, concentrándose en las ganancias de la innovación, la conquista de mercados y la inversión.

*Economista Jefe de la Fundación Libertad y Progreso.