Sin dudas, se trata de un reconocido y prestigioso penalista, divulgador a partir de los años 70 de teorías criminológicas vanguardistas, y hacedor de aportes controvertidos a las ciencias sociales. Zaffaroni provoca algo que, sin ser novedoso, no deja de llamar la atención. Como ha ocurrido con otras personalidades, este jurista logra despertar, tanto en quienes lo admiran como en quienes lo difaman, un arrebato similar: la sobreestimación. Esto último es lo que podríamos definir como el “efecto-Zaffaroni”.
Aquellos que lo elogian, a veces de forma excesiva, lo han transformado en una especie de intelectual universal, habilitado e incitado a formular diagnósticos, críticas y coronaciones acerca de los temas más diversos. Un intelectual universal que, como tal, es considerado poseedor de un saber general, capaz de iluminar sobre peligros inmediatos y remotos. Si bien con matices, este “efecto-Zaffaroni” logra reconducir a su nombre propio cualquier evento afín a la selectividad de la represión del delito –o al modo en que esto último es transmitido por los medios de comunicación–. Una de las frases más repetidas en la esfera penal debe ser “como dijo Zaffaroni…”. Muchas de sus ideas son rápidamente asimiladas. Como gran escritor de manuales, tiende a la difusión, y a sostener edificios teóricos sobre la base de inciertas demostraciones empíricas. Todo esto lo vuelve muy sugerente, desde luego. Y también es usual escuchar su nombre citado, tanto en ciertas aulas de las carreras de Derecho como en algunas oficinas de tribunales, en calidad de estandarte.
Por su parte, quienes lo detestan –siempre de manera indiscriminada– lo tildan, con desprecio o con ignorancia, de abolicionista. Está claro que Zaffaroni no es un abolicionista penal, y que quienes se obstinan en ubicarlo en esa corriente de pensamiento no están bien informados acerca de ese ideario. No ser abolicionista tampoco es un demérito, sin embargo, da lugar a una imagen mucho más radicalizada –y amenazante– del ex juez de la Corte Suprema de Justicia de lo que realmente es. O como lo planteamos con anterioridad, a exagerar, aunque esta vez desde la aversión. El argumento que hace de Zaffaroni un arquitecto del imperio de la impunidad, y que plantea que ha sido él, en soledad, quien engendró la doctrina penal hoy en vigor es caricaturesco. Bourdieu llamaba a esto “la ilusión biográfica”: adjudicarle a un individuo la producción, por sí solo, de efectos sociales, y en este caso también judiciales. Luís Alberto Spinetta lo decía de la siguiente manera: “Nadie se inventa el destino”. Quienes repelen desde ese lugar a Zaffaroni dejan de lado, en simultáneo, tanto a Bourdieu como a Spinetta.
Sin dudas, se trata de un jurista de ideas progresistas, un agitador para el ámbito del derecho. Quizá sea este su mayor mérito no jurídico, lo que es muy destacable tratándose de un abogado de carrera judicial. Pero también se trata, otra vez sin dudas, de alguien ni tan omnipotente ni tan diabólico como lo consideran, respectivamente, sus devotos y detractores. Las discusiones sobre la reforma judicial, sobre la justificación y el uso de las penas, sobre el abordaje del delito, sobre el papel de la justicia penal, sobre el abolicionismo, entre otras, deben darle un respiro a ese apellido. Parafraseando a Baudrillard cuando sugería olvidar nada menos que a Foucault, lo que tal vez podría resultar saludable hoy es olvidar a Zaffaroni, o, mejor aún, al “efecto-Zaffaroni”, a esa ilusión biográfica que se ha consolidado a su alrededor. No es la causa –ni la solución– de los problemas con los que se lo relaciona: Zaffaroni es, como la mayoría de las personas, el efecto de una serie de malos entendidos.
*Investigador del Conicet.