La época victoriana pasó a la historia como un tiempo de recato, pudor y estrictas conductas morales, sin embargo, la vida de la reina Victoria estuvo signada por un amor que debió mantener oculto.
Esta es la historia de Victoria Brown, monarca de Inglaterra y su caballerizo, el escocés John Brown.
El gran amor de Alexandria Victoria de Hannover fue Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, su marido. Juntos fueron felices, tuvieron nueve hijos que la convirtieron en la abuela de todos los monarcas europeos, pero el príncipe consorte murió en 1861, a los 42 años, de fiebre tifoidea y la reina quedó desconsolada. No se dejó ver en público por 3 años y hasta su muerte, 40 años más tarde, guardó luto estricto. Las habitaciones de Alberto se conservaron como si viviera, diariamente se disponía de agua caliente para que el príncipe de afeitara.
En 1847 la pareja real había adquirido el castillo de Balmoral en Escocia. Allí trabajaba un joven llamado John Brown quien se convirtió en el sirviente favorito de Alberto. A su muerte, Victoria lo puso a su servicio y cada día el vínculo con Brown se hizo más estrecho, al punto que ciertos medios comenzaron el rumor de que entre ellos existía una relación romántica. Algunos periódicos la empezaron a llamar “Mrs. Brown”.
A instancias de su tío, el rey Leopoldo de Bélgica, la reina se dejó ver en público y hasta paseó en un carro abierto por Londres, pero cada vez que tenía la oportunidad volvía a Balmoral.
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Corrían tiempos difíciles para la viuda. En 1867 fue aprobada el Acta de Reformas que ella promovía, donde se duplicaba el número de electores. Sin dudas una medida democrática y sin embargo, no incluyó el voto femenino. En 1866 fue por primera vez, desde la muerte de Alberto, que Victoria asistió al Parlamento y dos años después contó con Benjamin Disraeli como primer ministro, político con quien Victoria tenía una excelente relación, aunque su mandato solo se extendió unos meses y fue reemplazado por William Ewart Gladstone con quien Victoria chocó en más de una oportunidad.
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La efervescencia republicana en Inglaterra se hizo sentir cuando se instauró la Tercera República en Francia y muchos temieron que los años de monarquía llegaran a su fin.
En 1873 Arthur O´Connor –el sobrino nieto de un diputado irlandés– apuntó con una pistola al carruaje abierto de la reina cuando atravesaba los portones de Buckingham Palace. El rápido accionar de John Brown permitió atrapar al atacante. Este atentado (aunque la pistola de O'Connor no tenía balas) aumentó la popularidad de la reina y también los rumores sobre el romance que, según algunos, había culminado con un matrimonio secreto que nunca se pudo confirmar.
En 1874, Disraeli volvió al poder y con él una política de expansionismo colonialista que los británicos, incluida su reina, veían como una instancia civilizadora. “No es costumbre nuestra anexionar países”, declaró Victoria en los tiempos que fue ungida emperatriz, “a no ser que nos veamos obligados o forzados a hacerlo”.
En 1882, Roderick Maclean disparó contra Victoria durante un acto oficial, la bala no dio en el blanco y fue apresado en el momento por dos jóvenes estudiantes que lo redujeron a fuerza de paraguas justicieros. Una vez más se sucedieron las muestras de aprecio de sus súbditos y la popularidad de la reina llegó a su cima.
Un año más tarde la reina cayó por una escalera en Windsor, circunstancia que la obligó a guardar reposo. Días más tarde, el 27 de marzo de 1883, John Brown falleció a causa de una erisipela. Según algunos, su muerte se debió a la devoción que sentía por la reina, ya que para asistirla continuó trabajando, cuando debería haber guardado reposo. Victoria nunca se recuperó de esta pérdida y de allí en más su decadencia física y emocional fue notable, aunque siguió conduciendo las riendas del imperio.
Como homenaje a este “fiel servidor” que tenía un trato muy sincero y directo con la reina, fue alabado en un texto que ella misma escribió sobre sus memorias en Balmoral. Lord Ponsonby –el entonces secretario de la reina– y el príncipe Eduardo impidieron que este texto se publicase.
Cuando Victoria entregó su alma al Creador, pidió al médico de la familia, el Dr. William Full que antes de cerrar el féretro colocase el retrato del príncipe Alberto de un lado y del otro uno de John Brown con un mechón de sus cabellos.
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“Fue el mejor, el corazón más devoto que jamás ha latido”, escribió, de John Brown, la reina Victoria al poeta Alfred Tennyson.
No tenía otro pensamiento que no fuera para mi, para mi confort, mi seguridad y mi felicidad. Valiente, altruista y desinteresado, discreto al máximo, solo hablaba la verdad sin temor y me decía lo que pensaba y creía correcto, sin lisonjearme… La paz de mi vida diaria se ha ido, el dolor es terrible y la pérdida irreparable”.