En 1848, Carlos Marx -junto a Federico Engels- publicaba el Manifiesto Comunista, uno de los libros con más ediciones y traducciones en la historia de la humanidad, que dejó grabada en letras de molde muchas frases que se convertirían en verdaderas proclamas de movimientos obreros y organizaciones políticas a lo largo y a lo ancho del planeta, como aquella arenga, “trabajadores del mundo uníos!”
Sin embargo, por estos días resuena con fuerza una frase mucho menos citada de aquel famoso opúsculo revolucionario, la que reza: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, y que mucho tiempo después (1988) sería el título elegido por Marshall Berman para la que probablemente sea una de las mejores y más lúcidas interpretaciones del fenómeno de la modernidad.
La inédita y gravísima situación planteada a escala global por la pandemia del coronavirus, cuyas consecuencias en los más diversos planos de nuestra existencia -ya por cierto posmoderna- aún no es posible dimensionar en su total magnitud, llevará inevitablemente a que los hombres se “vean forzados a considerar nuestras condiciones condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”, como prosigue la famosa cita de Marx. Aunque, por cierto, quizás no tan “serenamente” como presagiaba el filósofo de Tréveris.
Un mundo cuya agenda oscilaba entre las guerras comerciales que enfrentaban a grandes potencias, el retroceso de los procesos de integración de la mano del Brexit, y los interminables conflictos en medio oriente, entre otros tópicos, se vio conmovido frente a una amenaza “invisible” (espectral diría Derrida) que nadie previó.
La pandemia del Covid19: catástrofe imprevisible o tragedia evitable
Pese a que ya contábamos con experiencias como la del SARS (2002) y la influenza tipo A (2009), ni siquiera los países más desarrollados del mundo contaban con los planes de contingencia y manejo de crisis que, por definición, deberían siempre contemplar el peor escenario posible. Una “sociedad de riesgo”, como la calificó Ulrich Beck, que parecía estar mejor preparada para una guerra o una amenaza terrorista, que para la propagación de un virus que como un “fantasma” recorre el mundo.
Como consecuencia de ello, asistimos con cierta perplejidad a como la mayoría de los países desarrollados que fueron inicialmente golpeados por la pandemia ensayaron respuestas espasmódicas en un generalizado clima de improvisación ante un fenómeno a todas luces desconocido. En algunos casos, incluso, vimos -y aun vemos- discursos que pese a la percepción generalizada que la ciudadanía tiene de la gravedad del asunto, y a las evidencias incontrastables de los daños producidos, insistieron e insisten en minimizar desde la comunicación de gobierno una evidente situación de crisis. Un gravísimo error que no sólo conspira contra la adecuada gestión de la crisis y mitigación de sus ya inevitables efectos, sino que pese a tratarse de un fenómeno de origen externo redundará también en una clara asignación de responsabilidades a los liderazgos locales.
Coronavirus: las Pymes y la primera batalla
Desde un tradicional mercado en una ciudad de China donde seguían vigentes hábitos alimenticios ancestrales que involucran animales vivos, un nuevo y altamente contagioso virus se esparció como un reguero de pólvora a lo largo y a lo ancho del planeta. Una macabra metáfora de la globalización: un virus que transportan personas y objetos contaminados se esparció gracias a la extraordinaria fluidez e inmediatez que ofrece un mundo hiperconectado.
Hiperconexión que no es sólo física sino también virtual, con la instantaneidad en el acceso a la información que permiten las nuevas tecnologías de la información y la comunicación propias de lo que Manuel Castells ha dado en llamar la “sociedad red”. Así, y al mismo tiempo que se multiplicaba el virus, se viralizaba también la información que daba cuentas de una situación que escalaba hasta generar una verdadera crisis de angustia global. Si no es experimentado en carne propia, el dolor sólo puede ser conocido cuando puede ser visto, algo de lo que fuimos testigos en éstos últimos días con las imágenes que nos llegan por la televisión y las redes sociales de las zonas más afectadas.
Asisitimos sin duda a un cambio de época: un mundo se marcha, dejando en el camino no sólo cifras asombrosas de pérdidas humanas sino también muchas de las certezas y seguridades de las que hasta ayer creíamos gozar. Un mundo en el que -al menos x ahora- no asoman liderazgos ni referencias claras que permitan vislumbrar una nueva “hegemonía cultural”. Un Occidente que mira perplejo como China, paradójicamente el país que dio origen el virus, y que puede convertirse en un modelo a imitar para contener la crisis.
Salud, articulación público-privada: la única forma de enfrentar la pandemia
Como salida de las pinturas negras que un ya atormentado Francisco de Goya dejó en su Quinta de Sordo, frente al puente de Segovia y a orillas del apacible río Manzanares, y que hoy engalan las paredes del exquisito Museo del Prado de una Madrid jaqueada por el virus, la oscuridad se cierne sobre el futuro de la humanidad y nos plantea una verdadera crisis civilizatoria.
Suele decirse que en las circunstancias extremas aflora lo peor y lo mejor del ser humano. Y vaya si lo hemos comprobado durante estos días tan aciagos. Ya nada será lo mismo, de eso no queda duda alguna. Todo lo “sagrado” -ponga aquí lo que usted quiera- ha sido profanado por un pequeño microbio sólo perceptible por un microscopio.
Todo un golpe a la soberbia de una civilización que se ufanaba del saber y el desarrollo tecnológico alcanzado, y que se daba el lujo de negar incluso algo tan elemental para nuestra supervivencia y la de las generaciones futuras como la depredación de nuestro hábitat natural. Pero, de pronto, como decía Mario Benedetti, cuando creíamos tener todas las respuestas, cambiaron las preguntas.
Coronavirus, quiénes deben ser solidarios
Sin embargo, si hay algo de certeza en un futuro lleno de incertidumbres, es que el hombre seguirá siendo el “artífice de su propio destino”. De nosotros dependerá entonces el legado que a partir de esta traumática experiencia le dejaremos a las generaciones venideras: si una humanidad más solidaria, libre y responsable, más consciente de la necesidad de un desarrollo más armónico y sustentable, o un repliegue al más absoluto individualismo, el retorno nacionalista, el crecimiento de la xenofobia y la tentación de una “sociedad vigilada”.