Mi infancia se deslizó por la cuerda floja de esa realidad que está siempre dispuesta a empujarte: familia numerosa, economía ajustada, desempleo, desalojos y enfermedades, en el circo país de la desmemoria y “siga adelante”, como pueda. Caímos algunas veces, pero abajo no había vacío, estaba el colchón del amor incondicional de mamá y de papá, mi héroe de esta y otras historias que atesoro como plaza fijo del que extraigo los intereses para aguantar cuando la vida sacude un poco.
¿Qué es ser un padre? ¿Se es padre o se va siendo en el andar? ¿Hay una forma definitiva? No lo sé. El único libro para “ser padres hoy” que leí es el que nunca escribió mi propio padre pero que sí demostró en actos, en palabras y en situaciones de las pude servirme para ejecutar el oficio con mis hijos. Ser padre no es procrear. Un progenitor no necesariamente asume la posición paterna si no lo desea.
Ser padre es hacerse cargo. Ser padre es asumir la responsabilidad de criar. Ser padre es poner el amor en acción a través del registro y el cuidado de los hijos. La paternidad, en definitiva, es una función, un ejercicio que no se enseña y que tampoco se aprende porque no hay una “escuela para ser padre” que resulte efectiva; es una práctica que se ensaya en el curso de la vida cotidiana.
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El mundo exige certezas y eficacias mientras te sacude la cuerda floja de la existencia en la que vas haciendo equilibrio cada día, y arreglate como puedas. Pero como en la película La vida es bella, mi padre con su creatividad camufló dolencias, y al paisaje incompleto y deslucido de la realidad le agregó, y le sigue agregando, árboles y cielos de mil colores. Y entonces, sin ponerse nunca en el lugar de “maestro”, fui un humilde aprendiz, y como él, yo busqué en el arte, en el conocimiento y en el amor, los sentidos existenciales que el mundo miserable suele ocultar.
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Muchas veces, como un maestro zen, mi padre me enseñó por vías indirectas. En la vida, como en las jornadas de pesca, papá me transmitió la paciencia, para desatar los nudos de las angustias; la insistencia, para no bajar los brazos y probar en un lado y en otro cuando la resentida existencia niega el milagro de los panes y peces; la aceptación, para asumir, como una línea que se corta, lo irremediable; la serenidad, para no perderse el espectáculo del atardecer aunque no se haya pescado nada; y la risa, para comprender que muchas preocupaciones humanas tienen un carácter artificioso y son efímeras, porque todo pasa, incluso la vida misma.
Hay una imagen bastante reciente que define a mi papá. Una tarde sin pesca, como tantas otras, pero peor aún, sin carnada, y él, con la mojarrera en mano, subido sobre dos piedritas inestables y tomado del parante de un puente, se estiraba y se balanceaba tirando la línea lo más lejos posible para intentar pescar la mojarra que el río negaba. Insistiendo, paciente, positivo, esperanzado, pero con esa esperanza activa que siempre lo caracterizó.
No sé muy bien qué significa ser padre, todavía soy un aprendiz mientras el mío se acerca a los 80 años y yo, con 55 de hijo y 25 de iniciado en la escuela de paternidad, sigo haciendo malabares, intentando sostener la paternidad desde el amor, haciendo equilibrio cada día.