Hay una curiosa coincidencia entre los sectores del conservadurismo ultraliberal que ven en el peronismo la fuente demoníaca de todos los males nacionales, y aquellos izquierdistas que, en una maña que encuentra su origen en el escenario posterior a 1955, son proclives a imaginar un peronismo que jamás existió. Así, los dos sostienen que el peronismo combatió, combate o debería combatir al capitalismo. Más allá de un pasaje de su folclórica marchita, y de algunos discursos de Juan Domingo Perón, cualquiera que disponga de herramientas analíticas medianamente rigurosas sabe que se trata de una afirmación falsa, o de un anhelo muy forzado.
Porque si hubo un líder político que defendió estratégicamente el sistema capitalista al propagar el anticomunismo precisamente entre las clases sociales de las cuales podía provenir una verdadera amenaza, ese fue Perón. Profesor militar y escritor autodidacta, el líder justicialista no era sin embargo un teórico riguroso. Así, solía tomar la parte por el todo y confundir en sus discursos, entre otras cosas, el capitalismo con el liberalismo. Cuando Perón condenaba al capitalismo, estaba en verdad condenando su formato liberal. Al comunismo también lo calificaba de capitalismo, con el agregado de Estado. Este era por cierto un recurso que ya habían empleado los nacional-socialistas alemanes, y apuntaba a disputarle al marxismo la retórica anticapitalista.
Perón no solo era un antimarxista convencido, sino que estaba positivamente motivado por un espíritu burgués, lo cual le ponía un límite a su organicismo populista. De hecho, a diferencia por ejemplo de los argumentos sostenidos por su admirado Benito Mussolini, que propiciaban la omnipresencia estatal, la llamada Doctrina Peronista nunca dejó de mencionar la importancia del papel desempeñado por el individuo. El jefe justicialista no solo rechazaba al comunismo, sino también a las vertientes anticapitalistas que a veces crecían entre los idearios filonazis. Por defender ese tipo de ideas tachó de marxista al intelectual colaboracionista Jaime María de Mahieu, y en los 70 lo descartó como posible asesor de los grupos técnicos de su movimiento. A Perón ni siquiera le agradaban los economistas profesionales, porque su idea-fuerza era que a la economía la tenían que manejar empresarios nacionales como Miguel Miranda y José Ber Gelbard. Solo cuando las variables macroeconómicas mostraban desequilibrios agudos, convocaba a los técnicos. Sobre todo a Alfredo Gómez Morales, que no era precisamente un detractor de la economía privada.
Si esto vale para el peronismo en vida de Perón, las afirmaciones referidas al comienzo resultan también inadecuadas para sus expresiones posteriores. En el caso del efímero lopezreguismo, su ministro Celestino Rodrigo aplicó un plan de ajuste que derivó en la famosa crisis de mediados de 1975. Se haya tratado de un plan premeditado o de un manotazo de ahogado frente a una situación insostenible, lo cierto es que ocurrió. No tendría mayor sentido detenerse en el período menemista, porque sus connotaciones liberales son demasiado obvias, al punto que ha sido cuestionada su pertenencia al linaje político al que, si nos atenemos a la rigurosidad histórica, estaba en muchos casos tan o más firmemente asociado que algunos de sus detractores. Considerando su trayectoria, era difícil correr al riojano carismático sacando a relucir el peronómetro.
Puede discutirse si el ciclo kirchnerista fue más o menos intervencionista, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría afirmar que durante esos gobiernos se tomaron medidas de tinte anticapitalista. Con la excepción de minorías radicalizadas que confirman la regla, la defensa del capitalismo es quizá uno de los más sólidos acuerdos entre la mayoría de la sociedad argentina y sus manifestaciones democráticas de cierta envergadura. Lo que habría que ponerse a pensar sensatamente, más allá de eslóganes de ocasión, es cómo trabajar para favorecer su desenvolvimiento eficaz, de modo tal que la Argentina pueda entrar en una senda de cierta estabilidad y desarrollo económico-social, que la convierta en una nación medianamente previsible. Antes que en fórmulas extremas, el camino más fructífero quizá se encuentre en la búsqueda armónica entre el papel que le cabe desempeñar al mercado y al Estado, y entre la inserción inteligente en el comercio mundial y la defensa del interés nacional. Probablemente, entonces, las buenas soluciones provengan más de evaluaciones pragmáticas de casos particulares que de abstracciones derivadas de anteojeras ideológicas de cualquier signo.
*Doctor en Historia (UBA-Conicet).