OPINIóN
Política exterior

Raimundi conducción

Nicolás Maduro, presidente de Venezuela.
Nicolás Maduro, presidente de Venezuela. | AFP

La cuestión no es atacar a Maduro o apoyar a Maduro. La cuestión es que hay un país con siete mil asesinados y no-se-puede mirar para otro lado. Lector no se engañe: es así de simple. En 1983 recuperamos la vida constitucional sobre la base de dos cimientos: la democracia y los derechos humanos. Eran una bandera de todos, una política de estado. Hoy, el más impúdico de los manoseos las ha degradado a banderas de facciosos.

Cuando el Estado Islámico degollaba gente por televisión, la crucificaba o quemaba viva en una jaula, nuestro premio Nobel de la Paz y los siempre vociferantes activistas pro derechos humanos no dijeron una sola palabra. Mucho menos La Cámpora o la mismísima señora de Kirchner. Ahora que nada menos que las Naciones Unidas certifican miles de torturas, vejámenes y muertes, Carlos Raimundi, nuestro impresentable embajador en la OEA lo atribuye a “una visión sesgada”… y continúa en el cargo. Pero para compensar, nuestra representación en la ONU solfea una condena a Maduro que no convence ni a los distraídos. A la mitad del país que legítimamente ganó las elecciones, ¿no se le cae un poquito la cara de vergüenza?

Una característica del kirchnerismo es que subordina  la política exterior a sus necesidades  de política interior. ¿Cómo olvidar la inefable zarzuela por los puentes con el Uruguay? Ahora, cuando a sus seguidores se les está mermando qué revolear, siempre se encuentra a mano  alguna gratificación ideológica: los siete mil muertos del chavismo no son sino un tinglado montado por la CIA y los medios hegemónicos. El terrorismo condenable se reduce a criminales como Pinochet o Videla, pero nada se dice de Cuba, las Torres Gemelas, Hezbollah, Sendero Luminoso, Nicaragua, Maduro o las FARC, que en Buenos Aires supieron gozar de tratamiento cuasi diplomático.

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En ese marco, una joyita de humor involuntario: Santiago Cafiero, oficialmente citado ante el Congreso Nacional para hablar sobre Venezuela, elige compartir con nosotros  su conmovedora preocupación por los derechos humanos…en Estados Unidos. A alguien debe haber dejado contente.

La mejor definición de la política exterior es identificar cuáles son los intereses nacionales que se encuentren en juego en cada caso concreto. El populismo, terminantemente condenado en la reciente encíclica del Papa Francisco, prefiere considerar a la política exterior como la ocasión de convocar a heroicas batallas ideológicas, preferentemente contra potencias cuanto más poderosas mejor. La maniobra de distracción fue inolvidablemente inmortalizada por Peter Sellers en El rugido del Ratón.

En la relación con las grandes potencias, los estados menos fuertes  buscan primero la negociación, reservando su relativa capacidad de confrontación para los casos donde se juega un interés nacional irrenunciable. Sistematizado por Laclau, el populismo practica otro enfoque: no se define por los acuerdos o amigos que consigue sino por los enemigos a los cuales echarles la culpa de todo.

El papelón de un país que se pronuncia en un sentido en la OEA y, dos días después, de manera absolutamente contraria en la ONU no se agota en la comidilla diplomática: confirma la sospecha mundialmente generalizada de que la coalición de los Fernández, tan exitosa en el desempeño electoral, la tiene muy difícil a la hora de tomar decisiones entendibles de buen gobierno. Por caso, no aumenta la muchedumbre de inversores navegando hacia nosotros. En toda administración siempre hay líneas internas y disputas, pero cuando la principal fuerza opositora de un gobierno sencuentra dentro mismo del espacio político que lo puso allí, la cosa está para preocuparse de verdad.

En este asunto, las explicaciones que balbucea la Cancillería no pueden sino evocar a Marx, pero Groucho: nadie está libre de decir algún disparate, lo malo es hacerlo con énfasis.

* Vicecanciller de Guido Di Tella.