Llamarle debate a una serie de monólogos paralelos es tan erróneo como gastar millones en las PASO, que deberían servir para que se elijan candidatos dentro de cada partido o coalición, pero en las que no se elige nada. Sin embargo, no hay que sorprenderse. Esto es Argentina, el reino del revés. En el primer “debate” entre candidatos presidenciales, el primer mandatario describió una y otra vez un país ilusorio, que parecía remedar el Truman Show, aquella película de Peter Weir, en la que Jim Carrey encarnaba al ingenuo habitante de una ciudad perfecta, en donde siempre brillaba el sol, todo el mundo era amable, había miles de soluciones y ningún problema, salvo que, para desgracia del protagonista, se descubría que todo era un espectáculo montado a sus espaldas para la televisión. El candidato de la izquierda habló a su vez desde una barricada de la Comuna de París (mayo de 1871) y parecía más preocupado por la situación en Ecuador que por otra cosa. El de los pañuelos celestes retrocedía aún más y se situaba en el medioevo. Lo más interesante, dentro de la pobreza intelectual y conceptual del evento, pasó por algunos momentos de los candidatos Lavagna (intentando poner sensatez e información en sus exposiciones), Espert (cuya ironía y pirotecnia verbal encontraba blancos servidos) y Fernández, un consumado sofista con suficiente “expertise” político como para diseñar algo parecido a una visión que trascendiera el dogmatismo economicista.
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Muy posiblemente nadie vaya a cambiar su voto ni a modificar su humor después de lo que vio y escuchó en la noche del domingo. Y hasta es posible que algunos indecisos se hayan decantado por el voto en blanco. Pero a pesar del caprichoso diseño de estos monólogos paralelos, algo hubo de debate, si, como lo define la lingüista Déborah Tannen en La cultura de la polémica, se entiende por tal cosa a un ejercicio en el que los participantes no llegan al fondo de la cuestión y ni siquiera de los sutiles matices de los temas porque están demasiado empecinados en ganar y no pueden darse el lujo de darle crédito al oponente so pena de verse como perdedores. “Algunas personas agarradas firmemente a la pata de un elefante, escribe Tannen, son capaces de decir que quien describe la cola del animal está equivocado. Esto no les servirá de nada a la hora de comprender qué es un elefante”.
El "dedito acusador" contra Macri, eje del discurso de Fernández en el debate
En un país cebado por la obsesión de que todo debe ser polémico, en el que toda idea que no sea la propia debe ser demonizada, sería utópico esperar que alguna vez se planteara un dialogo público entre candidatos para ver si son capaces, más allá de sus naturales deseos de ser elegidos, de acordar prioridades, políticas de estado y compromisos de respetarlas. Como si fueran embajadores de países distintos y enfrentados, solo practican lo que Tannen llama “el paradigma adversarial”. El doctor en literatura y especialista en retórica Robert T. Oliver, autor entre otras obras de History of Public Speaking in América (Historia del discurso público en América) apuntaba que en las antiguas China e India se privilegiaba la oratoria retórica por sobre el debate polémico, porque el objetivo debía ser siempre iluminar al oyente y nunca abrumar al adversario. Pero estamos en 2019 y en Argentina, donde solo se logra aburrir al oyente, que quizás tampoco entendió qué necesidad había de convocar a periodistas para que actuaran como azafatas o acomodadores, sin derecho a ejercer su profesión haciendo preguntas. O de traer a un público, al que se le prohibió incluso toser, para hacer de extras en la oscuridad del paraninfo de la Universidad Nacional de Santa Fe.