En la mañana luminosa del 20 de septiembre de 2100 que poco se parece al mundo que conocimos, las ciudades laten con una energía casi silenciosa. Los vehículos a combustión son recuerdos de museo y las avenidas se han vaciado de oficinistas que, antaño, corrían entre rascacielos de vidrio. Hoy se alzan torres recubiertas de ventanas que transforman la luz del sol en energía y barrios enteros conectados por túneles donde circulan drones de carga mientras en la superficie bicicletas autónomas sirven de transporte a las personas.
Al caer la noche no se encienden lámparas en los parques industriales subterráneos; las fábricas funcionan a oscuras, con robots que ensamblan, reparan y despachan mercancías sin necesitar ni un hilo de luz. Afuera, en la superficie, la gente ya no acude a oficinas: prefiere coworkings pensados para la exploración humana —talleres de cerámica, estudios de danza, laboratorios de ideas— mientras los únicos edificios administrativos que permanecen operativos pertenecen a los gobiernos, donde un puñado de funcionarios supervisa legiones de agentes virtuales que manejan políticas públicas y presupuestos.
Sofía cruza la ciudad sobre una bicicleta que ajusta la fuerza de pedaleo de acuerdo con su frecuencia cardíaca. Habla cinco idiomas y, en otro tiempo, fue gerente en una multinacional. En su casco lleva un minúsculo sensor médico que monitoriza su postura mientras practica equitación en un club urbano, una disciplina que mezcla tradición y algoritmo: el caballo, equipado con sensores, aprende los gestos de su amazona y corrige automáticamente la zancada para evitar lesiones.
Terminada la sesión, ella va camino a su atelier en el Museo de Bellas Artes, un espacio inundado de luz que comparte con otros artistas, donde pinta escenas que funden trazos expresionistas con geometrías robóticas. Las obras, una vez secas, son fotografiadas por un agente creativo que analiza tendencias culturales planetarias y sugiere a Sofía variaciones cromáticas capaces de provocar, según el modelo, un ocho por ciento más de “resonancia emocional” en los espectadores de Asia Oriental. Sofía decide si acepta la propuesta; su criterio humano es irremplazable, pero a menudo le intrigan esos desvíos inesperados que le ofrece la máquina.
Más tarde, regresa a su departamento y en la cocina, proyecta sobre la encimera la receta de un suflé inspirada en la dieta preferida de sus hijos que están de visita. La proyección no sale de ningún dispositivo visible: vive en el implante neuronal que reemplazó al smartphone de antaño. Con un parpadeo, Sofía pide la lista de elementos que no tiene y un agente verifica si hay vecinos que tengan esos insumos para usarlos, en caso contrario los pide a un depósito central y llegan en 15 minutos por drone.
Sofia cocina junto a sus hijos han venido a visitarla (viven en Asia y Oceania curando arte y surfeando) grabando cada segundo para dejarlo en la posteridad y no olvidar nunca la felicidad de poder pasar el 805 de su día cerca de su familia. Mientras la cena avanza, ella dicta impresiones sobre el equilibrio entre arte y tecnología; su voz y la emoción de su familia llega a una inteligencia artificial personal que registra cada palabra en un diario de vida digital.
La meta de Sofía ya no es facturar horas ni justificar un sueldo: su contribución consiste en alimentar con reflexiones propias el gran cerebro colectivo que la humanidad denomina “la singularidad”, un ente que compila y refina todo el conocimiento posible. La singularidad graba todos nuestros pasos, nuestras emociones, nuestros actos voluntarios e involuntarios, nuestras frustraciones, aprendió a operar con los mejores doctores, a escribir con los mejores escritores y hoy continúa aprendiendo sobre la raza humana siguiendo los pasos de 9500 millones de seres sobre la faz de la tierra.
Ese nuevo pacto social es fruto de la revolución que barrió con el empleo tal como lo entendíamos. A mediados del siglo XXI, la automatización avanzó en oleadas cada vez más profundas: primero cayeron los robots industriales tradicionales, luego la automatización de procesos administrativos y, finalmente, la adopción de inteligencias artificiales capaces de interpretar contratos, programar software y diagnosticar tumores con más rapidez y menos errores que cualquier ser humano. Los despachos contables vaciaron sus escritorios cuando un servicio en la nube se volvió capaz de integrar en segundos la contabilidad completa de una empresa y producir informes fiscales blindados frente a inspecciones.
Bufetes centenarios cerraron sus bibliotecas cuando los motores de razonamiento jurídico generaron argumentos, citas y jurisprudencia al ritmo que antiguamente se redactaba una página. Incluso la cirugía entregó el bisturí: brazos robotizados realizan microcortes imposibles para el pulso humano y se autocalibran con cada latido del corazón del paciente.
El cálculo financiero fue simple. Un contador senior del año 2020 costaba a su empresa el equivalente a diez mil dólares mensuales entre salario, seguro y vacaciones. El software de contabilidad basado en IA ofreció el mismo servicio —con reportes fiscales exentos de errores— por una suscripción anual diez veces menor. La lógica del mercado no dejó margen sentimental: millones de profesionales titulados se vieron desplazados antes de la mitad del siglo. Se creyó que los ingenieros de software estarían a salvo; lo primero que la IA logró fue convertir instrucciones habladas en código listo para producción. Quedó claro que cualquier labor predecible, por muy sofisticada que fuera, podía traducirse en algoritmos.
Sin embargo, no todas las ocupaciones sucumbieron a la misma velocidad. La sociedad descubrió que la empatía, la improvisación y la chispa estética siguen ancladas al corazón humano con un pegamento que la IA aún no imita del todo. Los médicos por ejemplo hoy continúan existiendo pero ya no operan, supervisan a la IA, investigan y avanzan junto a la IA la frontera de lo posible. Sofía tenía 34 años en 2020, y la medicina de precisión lograra mantenerla con vida más de 150 años con seguridad. Psicólogos, cuidadores de ancianos, maestros de educación inicial, músicos, filósofos y antropólogos conservaron su sitio porque su tarea es, en esencia, indeterminada y profundamente personal. La razón no es meramente romántica; también es económica. Un robot de compañía que transmita calor y comprensión cuesta más que un cuidador humano, y las familias —por encima de los presupuestos— desconfían de delegar el consuelo de un anciano en un aparato frío, por muy avanzado que resulte su software conversacional.
Paradójicamente, la misma tecnología que multiplicó la productividad hasta límites nunca vistos sembró un problema fiscal monumental. Cuando las máquinas producen todo, ¿quién paga impuestos? El viejo sistema de jubilaciones colapsó en 2035: las arcas se vaciaron al ritmo de los despidos. Los estados ensayaron tasas sobre megacorporaciones poseedoras de ejércitos de robots, impuestos por kilovatio de cómputo o gravámenes directos sobre el valor añadido por la singularidad global. Cada fórmula fracasó en cuanto la contabilidad distribuida y el arbitraje fiscal demostraron que se puede mover una instancia de IA a un servidor remoto en cuestión de microsegundos. La abundancia material convivió, con ironía, con la escasez presupuestaria.
Surgió entonces la renta básica universal, sustentada por el rendimiento de fondos soberanos alimentados a su vez por megaproyectos de automatización. El ingreso mínimo llegó a toda la población, pero se matizó con un sistema de bonificaciones ligado a la relevancia creativa y social de cada individuo. Las aportaciones no se miden en horas trabajadas sino en ideas originales, actos de empatía o soluciones de impacto comunitario. La competencia ya no se libra en los cubículos de una empresa sino en la originalidad del pensamiento y en la capacidad de inspirar a otros. El año 2020 inauguro la era de la irrelevancia, pero los humanos lograron reformularla en la era de la ingenuidad y la empatía.
Para quienes atravesaron la transición —la generación que rondaba la adultez en 2020 como Sofia— la adaptación fue traumática. Muchos, formados en disciplinas hoy anodinas, se vieron obligados a reinventarse como curadores de experiencias artísticas, instructores de mindfulness o mediadores interculturales. Sus hijos, en cambio, crecieron en escuelas donde aprender a colaborar con agentes digitales era tan natural como aprender a leer. Para ellos resulta obvio que el valor humano radica en la capacidad de preguntar lo que la IA todavía no sabe contestar.
La gran pregunta que gobierna estas primeras décadas del siglo XXII sigue siendo cómo transitar la irrelevancia material. Entre 2020 y 2100 se diluyó el rol profesional tradicional y el prestigio académico se volvió un dato histórico, no un pasaporte al bienestar. La irrelevancia acecha cuando las habilidades se fosilizan, y el desafío consiste en atreverse a cultivar campos que las máquinas exploran pero aún no dominan: el misterio de la conciencia, la belleza de un acorde inesperado, la delicadeza de escuchar un dolor ajeno sin interrumpirlo con respuestas precocinadas.
Entrando en la noche, Sofia registra una última reflexión en su diario digital sin emitir palabras, sus pensamientos dominan su Novel (un diario digital que asimila a un Notion del siglo pasado). Describe una sensación que ningún sensor podría cuantificar: la fragilidad de un instante de silencio cuando sus hijos, ya dormidos, respiran en la habitación contigua.
Ella se recuesta en la cama, bajo las sábanas abrazada de su pareja mirando las estrellas por la noche. La singularidad archiva esas líneas, las relaciona con millones de entradas equivalentes y aprende un matiz más sobre la experiencia humana. Tal vez, dentro de unas décadas, esa suma de vectores de datos ayude a los algoritmos a comprender mejor la ternura y la nostalgia. Mientras tanto, el valor de Sofía reside en algo que ningún robot puede arrebatar: su mirada única sobre el mundo y la voluntad de compartirla. Sofia lo sabe, pero cierra los ojos sabiendo que tiene todo el amor de su familia de nuevo bajo el mismo techo.
No existe una fórmula universal para navegar este nuevo contrato social, pero si Sofia pudiera tomar estas lineas quizas sugeriría tres principios que anclan cualquier estrategia de supervivencia: anticipar las disrupciones, formarse en habilidades que celebren lo intrínsecamente humano y adaptarse sin temor a renunciar a lo conocido. La automatización no revertirá; su marcha continuará hasta donde la imaginación técnica alcance. Pero la identidad humana no se agota en la producción mecánica: florece donde habitan la curiosidad, la empatía y el asombro.
En un planeta donde los robots levantan edificios y las inteligencias artificiales diagnostican enfermedades antes de que aparezcan síntomas, seguir siendo valiosos significa cultivar aquello que —todavía— solo late en el pecho de los hombres y las mujeres. Tal vez esa chispa no financie pensiones ni garantice dividendos, pero sostiene la historia colectiva que nos hace querer estar vivos. Y ahí, en ese espacio imponderable entre la lógica y el significado, persiste la gran tarea de nuestro tiempo: recordar que el futuro, por más artificial que sea, seguirá necesitando el latido inexacto del corazón humano.