Ya se sabe —se puede ver a diario— que el odio y el resentimiento son el motor de algunas personas, pero al menos en la política los protagonistas están disputando poder y sus seguidores integran colectivos que se benefician, real o simbólicamente, de los triunfos de sus líderes.
Max Weber decía acertadamente en su libro “El político y el científico” que el séquito del ganador participa del reparto del botín, y eso es algo que también se ve a diario. El aparato estatal sigue siendo tan generoso con los vencedores y con sus séquitos.
Lo que llama la atención es que ese odio y ese resentimiento se apodere de una minoría consistente de seguidores de Gran Hermano, que es un juego en el cual los fanáticos de cada participante no arriesgan nada y, por lo tanto, no ganarán nada, cualquiera sea el resultado.
Porque se puede hinchar por tal o cual jugador y qué bueno para la TV que se apasionen, pero de allí a embriagarse en un fanatismo tal que gatille hipótesis conspirativas realmente absurdas hay una distancia muy grande.
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Obviamente, ese fanatismo conduce a insultos y agravios a quienes ellos perciben que están en el bando enemigo, muchas veces solo por opinar contra su jugador preferido en una circunstancia particular del juego.
“Esa jugadora está acomodada y los resultados de las votaciones del público son manipulados”, dicen algunos. Pero resulta que luego esa participante queda eliminada por la votación popular. “Claro, ya no podían sostenerla más”, es la reacción.
O cuando dicen: “Seguro que ese analista opina así porque la producción le pagó un extra”. Pero ocurre que, lógicamente, los analistas tienen un ingreso que no depende de quién gane o quién pierda. Y cuando ese analista, en otra circunstancia del juego, opina a favor del preferido por ese grupo de fans: “Claro, se dio cuenta de lo que el público piensa y ahora quiere quedar bien con nosotros”. Pero la respuesta del otro fandom es: “Se nota que vinieron los dólares del Uruguay”.
Por suerte, no son la mayoría, ni mucho menos, de la legión de fieles seguidores de Gran Hermano, que todas las noches lo convierten en el programa más visto de la TV.
Pero son una minoría muy dedicada y que se activó ahora en las redes sociales porque estamos en la etapa definitoria del juego. Ocurre que, además de un juego, GH es un reality y refleja lo que pasa en la sociedad; sus participantes nos hablan de lo que está pasando afuera de la casa más famosa del país.
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Pero, como todo es Gran Hermano, la reacción de esta minoría activa nos dice —es una mera opinión— que hay una porción de nuestros compatriotas que están a la búsqueda de una causa que les permita expresar sus odios y sus resentimientos.
Porque una respuesta cómoda sería culpar a los liderazgos políticos —antes, kirchneristas; hoy libertarios— pero, en realidad, no es la oferta política la que crea la demanda política, sino al revés: los líderes instrumentalizan el odio porque esa herramienta ya está en la sociedad.
En ese sentido, el último Edelman Trust Barometer —un relevamiento global— indica que en la Argentina el 65 por ciento de la gente está resentida porque siente que el “establishment” —las elites— lo perjudica y se queda con los mayores beneficios del esfuerzo común.
Esa sensación está a tono con lo que pasa en muchos otros países, en especial después de la pandemia. Si esto es así, nos será complicado extirpar el odio. Porque sería mucho más fácil si estuviera siendo inoculado por nuestros liderazgos políticos actuales: bastaría con esperar el reemplazo de esas personas.
Por lo pronto, lo mejor es disfrutar las últimas semanas de esta edición de Gran Hermano. Al final, el resentimiento de esta minoría activa en las redes es tan inocuo como el resultado final; lo que importa es el juego en sí, que tanto nos entretiene, nos divierte, nos enoja y nos hace pensar sobre los participantes y sobre nosotros mismos.