OPINIóN
Controversia

Una mirada racional sobre la “Puta” de Jimena Barón

El episodio generado por la polémica promoción de la cantante revela fibras sociales sensibles y merece un tratamiento sin dogmas.

La campaña de Jimena Barón
La campaña de Jimena Barón | Cedoc

Para los que aún no saben, hace pocos días la actriz y cantante Jimena Barón despertó una catarata de reacciones en redes sociales al promocionar “Puta”, su próxima canción, con un afiche callejero en el que imitaba las pegatinas públicas de los trabajadores sexuales. Esto fue seguido de la publicación de una foto en compañía de Georgina Orellano, quien oficia como Secretaria General de la agrupación Ammar (Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina). La secuencia termina con un comunicado de prensa informando que, debido a las repercusiones, la artista terminó requiriendo asistencia en salud mental y cancelando sus shows. Hoy salió a pedir perdón.

Provocación, inconsciencia, movida de marketing, valentía, inmadurez, ingenuidad. Mucho se puede especular sobre el trasfondo de estos episodios. Lo que no se puede es pasar por alto que se ha tocado una fibra sensible sobre un tema que merece un análisis racional, no dogmático ni religioso sobre la actitud por parte del estado frente a los llamados trabajadores sexuales.

Lo primero que hay que señalar es que el tema se llama “Puta”. Un adjetivo que resume, condensa, caricaturiza y exhibe el machismo instalado en el discurso popular. El significante “Puta” denosta a una mujer por el sólo hecho de hacer un uso libre de la sexualidad. Esto puede verse no sólo por el contenido de su significado sino por la ausencia de contrapartida en el género masculino. “Puto” por lo general es indicativo de homosexual. Si buscamos palabras para describir “puta” para el género masculino nos encontramos con términos apacibles y agradables, tales como galán, winner, donjuán. Ningún insulto. Este fenómeno se vuelve un paroxismo cuando el insulto de mayor vigor social, a saber “hijo/a de puta”, apunta a denostar, no al insultado/a, sino insólitamente a la madre de éste, por ser puta.

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Pero el escándalo de Jimena Barón no fue sólo por titular el tema “Puta”. Hay muchos temas con la misma temática y con el mismo término. El escándalo fue soslayar un apoyo a los derechos de los trabajadores sexuales. Podría achacarle su poca sensibilidad al banalizar un problema tan grave y ultrajante como la trata de personas utilizando el mismo método publicitario que suelen utilizar delincuentes de trata. Pero no todo es “trata de personas” en el mundo de la prostitución. Y he ahí el quid de la cuestión.

El trabajo sexual, sabemos, no es percibido socialmente como “un trabajo más”. Es cierto que involucra al cuerpo, a las emociones, la intimidad y el riesgo de infecciones. Pero a ello se le agrega la condición del sexo como tabú y con ello los prejuicios, morbos, miedos, pudores e hipersensibilidades históricamente vinculados con el sexo.  Por ello, no ha de sorprendernos si a un colector de basura cuyo trabajo es insalubre, se le pague más por dicha condición y no reciba ningún rechazo social. Mas bien lo contrario, se les valora el esfuerzo que realizan, por el bien comunitario que producen.

En tal sentido, el bien que produce alguien que ejerce la prostitución no es tan visible ni colectivamente útil. Es más bien un servicio de carácter privado y sensorial (libidinal), aquel que ofrece al contratante a cambio de dinero. No es tampoco vitalmente imprescindible. Pero nada de ello alcanza para justificar el escándalo inusitado que despierta.

Si corremos de la discusión el flagelo de la explotación de personas (es decir, el aprovechamiento de las personas con mayor vulnerabilidad, o en su extremo, la privación de la libertad y el traslado), así como también a aquellos individuos vulnerables que sin ser esclavizados, ejercen la prostitución como única salida de su dramática situación económica; aquel trabajador sexual adulto que no entre en estas categorías podría pasar a considerarse “un trabajador más”. 

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Acaso un trabajo “delicado”, polémico, insalubre,arriesgado, pero un trabajo en fin. De resultar así percibido, seguramente muchas de las condiciones infrahumanas que hoy suelen acompañar su práctica disminuyan drásticamente, habría ningún -o pocos intermediarios-, por la lógica del deseo, al no estar marginado, se esperaría que excite menos de lo que excita -por lo menos a los consumidores- y sería más seguro para ambas partes. 

Es posible que dadas sus características intrínsecas la prostitución (plena exposición corporal, compromiso afectivo, ámbitos de prácticas privadas no vigiladas por dentro, impredictibilidad de conductas humanas) no pueda nunca dejar de ser un trabajo precarizado en términos de resguardos. Pero enmarcarlo bajo derechos, haría que,al menos, la precarización ocurra en una menor medida.

Prohibir una tendencia ancestral jamás funcionó. Tanto los estupefacientes como la prostitución no han desaparecido como consecuencia de la marginación estatal. Lo que sí ha sucedido es proliferación de delincuencia, de sufrimiento psíquico y físico, y hasta muertes en derredor de sus prácticas “prohibidas” o marginadas.  

Delitos asociados, tal como homicidios para ganar territorios, usufructo de personas, desregulación de la calidad de los productos psicoactivos, mala calidad de higiene o educativa para prevenir enfermedades de transmisión sexual, son sólo algunos de una larga lista de calamidades que produce la marginalidad. 

Huelgan quienes se escandalizan ante la idea de tratar estos temas con una mayor conciencia estatal al señalar las desgracias con las que se lo asocian, cuando, en realidad, una cosa suele ser consecuencia de lo otro. Aquellos que, en todo su derecho, no congenien con dichas prácticas, les vendría bien saber uno a veces no elige entre algo bueno o malo, sino entre algo malo y algo peor.

De este modo, se lo sacaría del lugar de “chivo expiatorio” que tiene en nuestra sociedad hipócrita. El trabajador sexual dejaría de ser el fuelle de escape de un sistema con movilizaciones perversas en nombre de una pauta dogmática de relación que persiste como residual a intereses religiosos/morales que enmascaran otros político-económicos de antaño y entre ellos derivan en la monogamia como único destino vincular socialmente “aceptable”.

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Saliéndonos de la conjetura filosófica, en Argentina existe la Ley de Trata (Nº 26.364). Dicha Ley, si bien hace diligentes las operaciones para paliar las circunstancias de trata de personas, al no estar acompañada por otras regulaciones respecto al trabajo sexual, tiene como consecuencia polarizar a todos los trabajadores sexuales enmarcándolos en dos categorías: víctimas o explotadores/proxenetas. No contempla aquellos casos de adultos que lo hagan por iniciativa propia con autodeterminación,auto-desidentificados del rol de víctimas.

El maniqueísmo de un territorio legal así planteado, promueve indirectamente un escenario ideal para las coimas policiales y agrava las condiciones ya de por sí precarias de trabajadores sexuales no comprendidos en el sometimiento.

Sea una exageración, un grito, un capricho, una genialidad o una imprudencia podría decirse que la “Puta” de Jimena Barón al menos como gesto político funcionó para llamar allí la atención. El título de esta nota, apunta en la misma dirección.

Escritor y novelista
Twitter @llavemaestraok