Marina se viste con prendas de diseñador. Marina sonríe. Marina agradece la cartera exclusiva que le regala su marido, Pablo. Marina no opina. Marina, que mató. Marina, que ardía. Marina, que un día eligió la comodidad del mandato como mecanismo para borrar un pasado del cual intenta convencerse que jamás existió.
En Viudas Negras, serie dirigida, guionada e interpretada por Malena Pichot, Pilar Gamboa interpreta a esta mujer que dejó de ser peligrosa para ser aceptada. Que cambió rabia por elegancia. Desborde por pulcritud. Y grito por obediencia. Pero no hay cartera de lujo que tape el pasado, ni vestido de diseñador que disfrace la tensión de quien vive conteniendo un fuego interno que nunca se apagó.
La serie no solo retrata mujeres que matan, sino mujeres que se domesticaron. Porque Marina encarna en cuerpo vivo una pregunta incómoda: ¿Qué pasa cuando una mujer peligrosa elige volverse “señora”? ¿Qué se sacrifica en esa transición? La respuesta no es abstracta: se sacrifica todo.
El contraste entre la Marina actual –una señora de clase media alta que vive de las apariencias– y su pasado criminal no es solo un plot twist. Es una metáfora brutal de cómo opera el disciplinamiento social. De cómo el sistema ofrece una puerta de salida a la violencia femenina, siempre que te conviertas en lo que se espera de vos: una esposa decorosa, una madre ejemplar, una “mujer de bien”.
El personaje de Gamboa es brillante, porque no representa una parodia. Marina no es una señora del Opus Dei. Más bien, es muchas mujeres reales que, luego de una juventud rabiosa, terminan cediendo a la comodidad (y al castigo disfrazado de amor) de los valores tradicionales. Mujeres que se convencen –o que se ven convencidas– de que ya no es tiempo de pelear, de que hay que calmarse, de que ser madre te salva, de que es mejor no hacer escándalos. Esa es la violencia más invisible: la que viene disfrazada de consejos bienintencionados, de frases dulces y de miradas que invitan a callar.
Marina encarna a la perfección esa idea de “normalidad” que muchas veces damos por sentada, pero que, desde hace décadas, pensadoras como Judith Butler han puesto en jaque. Butler afirma que el género no es una esencia ni un hecho natural, sino una construcción social que se mantiene a través de la repetición constante de actos, gestos y comportamientos. Viudas Negras expone lo que ocurre cuando esa ficción –esa máscara que sostiene la idea de lo que debe ser una mujer– se resquebraja, y cómo las mujeres que la interpretaron empiezan a sentir el peso insostenible de sus deseos reprimidos y de las vidas que tuvieron que negar para cumplir con ese rol.
Lo más perturbador es que esta normalidad se presenta hoy como refugio. En pleno revival de los valores tradicionales, aparecen en redes sociales las ya conocidas tradwives: influencers que promueven la energía femenina como sinónimo de sumisión imbuida de espiritualidad, junto con discursos que idealizan el rol de la mujer desde la contención emocional y doméstica. Todo disfrazado de libre elección o empoderamiento suave. Entonces, ¿qué hace Marina? Interpreta un papel. Se acomoda, se camufla. Sobrevive, como tantas otras. Pero en sus ojos se cuela una verdad incómoda: el mandato tradicional no repara, solo adormece. No toda reconciliación con el deber ser es sincera; a veces es, apenas, una tregua. Y lo que desde afuera parece sumisión muchas veces es cálculo. Porque no hay nada más inquietante que una mujer que ya transgredió los límites y eligió el silencio. No por arrepentimiento, sino por inteligencia y resguardo.
Viudas Negras no busca romantizar la violencia, sino que plantea algo más inquietante: que incluso las que fueron criminales pueden terminar sirviendo, sonriendo. Pero esa sonrisa no siempre es sumisión. A veces es memoria, y otras, estrategia. Porque la verdadera transgresión puede ser no olvidar quién fuiste, aunque el mundo te pida que te acomodes.
*Periodista uruguaya.