Carlos Leyba, economista y uno de los arquitectos del Pacto Social de 1973, citado por la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en su paso por Cuba, fue entrevistado por el CEO de Perfil Network, Jorge Fontevecchia y se refirió a la situación actual de Argentina. "Lo que realmente vale es el espíritu de consenso, que supone en primer lugar considerar a los demás parte de una sola realidad que es la nación", aseguró.
—Desde que Cristina Kirchner, en su libro “Sinceramente”, elogió el pacto social de 1973, se presume que una vez concluida la renegociación de la deuda externa se lanzará un plan económico que incluya el Consejo Económico y Social con alguna reminiscencia de aquel que usted implementó junto al ministro Gelbard. En el contexto actual, ¿qué aconsejaría hacer al presidente Fernández?
—Lo esencial es el espíritu de consenso que supone considerar a los demás como parte de una sola realidad: la nación. La primera dificultad es un enfrentamiento que no nos permite reconocernos como parte de la misma entidad. Esto no es nuevo, pero ha habido momentos en los que los líderes tuvieron el reconocimiento pleno de esas diferencias y, pese a todo, se pudo construir una unidad. El pacto social, el “pacto de Gelbard”, comienza a gestarse en 1971 con La Hora del Pueblo, una convocatoria de Ricardo Balbín. Su origen estuvo en otra fuente partidaria. Un punto básico estuvo en la decisión de terminar con la proscripción del peronismo y su posibilidad de participar de un proceso electoral. Los 18 años de proscripción demostraron que la democracia no terminaba de arrancar nunca. Se vivía continuamente en una secuencia de elecciones-golpe-elecciones-golpe. Fue un gesto de Balbín, abrazado por Juan Perón. A eso se sumó mucha gente que había estado enfrentada largamente, entre ellos los miembros de la Democracia Cristiana, partido al que pertenezco originalmente. Un grupo formado, por ejemplo, por comandos revolucionarios del 55: gente que tenía un enfrentamiento histórico con el gobierno peronista. Unos y otros comprendieron que ese camino de disputas menores, ese no reconocimiento del todo, no permitía pensar en largo plazo. Se tuvo conciencia de la importancia de la política y la democracia: un sistema abierto donde todos deben participar y el que gana, gobernar. Como dijo Balbín, en ese contexto, “el que pierde ayuda”. En ese momento, hubo algo que luego se perdió, que es el espíritu del movimiento obrero en la Argentina: la CGT de José Ignacio Rucci: un agrupamiento sindical en el que los dirigentes no solo pensaban en la convención colectiva de su sector, sino que tenían ideas nacionales. Es notable la cantidad de documentos de esa GCT de muy larga extensión, plenos de conceptos sobre el desarrollo económico y las alternativas para la inserción argentina en la vida mundial. Rucci era un hombre sencillo pero seguía esa tradición. Luego del documento de La Hora del Pueblo, firmado por los políticos, se propone uno económico, lleno de ideas, que es la base de lo que logra armar Gelbard, con las coincidencias programáticas.
—Usted dijo que a Hugo Moyano le da lo mismo transportar en sus camiones una heladera fabricada en Argentina o una importada pero no a Antonio Caló (Metalúrgicos). José Ignacio Rucci tenía en cuenta el conjunto de la economía y de los trabajadores, no solo a su propio sindicato.
—Absolutamente. Era algo compartido por la mayor parte de los dirigentes sindicales, los sindicatos más pequeños. Por ejemplo, Hugo Barrionuevo, que terminó siendo ministro de Trabajo de Raúl Alfonsín, pertenecía a la comisión directiva de Rucci y tenía la misma visión del mundo, era de un gremio pequeño. Era un hombre encantador, preocupado por las ideas del país. Los cursos de la CGT de entonces eran de Javier Villanueva, Aldo Ferrer. En la calle Azopardo había cursos de formación política.
—Usted suele hablar del modelo de John Forbes Nash, una teoría sobre los equilibrios en la que la colaboración resulta superior a la competencia. Pero como usted mismo marca, los que participan del juego deben ser representativos. Hoy tenemos trabajo en negro no representado, personas asistidas socialmente sin trabajo con representación atomizada, partidos políticos menos representativos de la sociedad, pymes sin un aglutinante como la Confederación General Económica. ¿El problema actual sería la falta de representación?
—El punto que usted marca es absolutamente compartido y verdadero. Es un problema adicional para lograr un consenso porque la homogeneidad de la representación es un elemento esencial. Esto obliga a que sean mucho más los partícipes para poder tener una masa crítica del pensamiento global, algo que exige más trabajo político. El político profesional es un conversador, alguien que acorta distancias. La política debe ser rejerarquizada. El consenso tiene que ver con la concertación. Además, hay un segundo punto: la democracia verdadera exige participación. En Argentina hay un muy bajo nivel de participación, aun entre quienes pueden definirse como más calificados o interesados en participar. No hay un involucramiento colectivo.
—La falta de representación –como la grieta– es un problema mundial vinculado a la fragmentación social y la crisis de autoridad.
—Es cierto. Me niego a asumir las condiciones de los demás como propias, porque nosotros tenemos una cierta individualidad, ciertas particularidades. No creo que exista ningún país en las condiciones de la Argentina, con 45 años de continua decadencia. Eso no existe en otras partes.
—Cuarenta y cinco años atrás nos llevan a 1975, al Rodrigazo. Un lapso en el que hemos crecido al 0,5% por año.
—Sí.
—¿Tanta decadencia no debería unirnos?
—Desde ya. Nos exige eso, pero no nos hace distintos de los demás. Todos sabemos que Argentina fue un país bastante igualitario. Teníamos menos de un 5% de pobreza, medida por la encuesta de hogares, que personalmente me tocó dirigir.
—Había 800 mil pobres en 1974. Hoy hay 16 millones. La población se duplicó, mientras que los pobres se multiplicaron por 20.
—Exactamente.
—¿La grieta se origina en la falta de “un proyecto subjetivo en común”, citando a José Ortega y Gasset?
—Nunca fui peronista, no lo soy, y no creo que pueda serlo. Pero Perón, en el '72, afirmó que “argentinos son todos”. Todos. Parte de la descripción: “Hay conservadores, demócratas cristianos, comunistas, sindicalistas sociales”, pero habla de todos. ¿Qué quiso decir? Se había propuesto llegar al Estado de bienestar, algo que buscaban otros líderes: el Estado marcando un proyecto colectivo, un proyecto que siguió a la crisis del 30, a las guerras mundiales y que fue compartido por muchos. Ciertamente lo era. La idea de pleno empleo era también compartida por Adalbert Krieger Vasena, por ejemplo.
—Krieger Vasena (ministro de la dictadura de 1966) también promovió retenciones.
—Y también promovió un proyecto industrialista.
—Roberto Lavagna compartió espacios con usted.
—Nosotros nombramos a Roberto. Estaba en la Dirección de Coyuntura que formé yo junto con Horacio Gibert y Miguel Cuervo. Cuando llegué al ministerio, lo puse a dirigir el programa de precios, la Dirección Nacional de Política de Precios de la Secretaría de Comercio.
—Sería candidato a presidir el Consejo Económico y Social. ¿Qué opinión tiene de él y de su trayectoria?
—Desde el punto de vista ideológico originario, es un hombre de perfil desarrollista. De mantener esa vía, tendría un programa que podría compartir. También es cierto que los años matizan las ideas. El espíritu de poner de pie en serio a la Argentina con proyectos contundentes sigue vigente: ideas como usar el río Paraná para regar, o la enorme tarea de reconstruir el sistema ferroviario. Hemos perdido años y años de cosas que deberíamos haber hecho. Una sociedad con una visión sistémica no puede estar enfocada de una manera obsesiva en el corto plazo.
—¿Lavagna puede ser la persona que inserte el largo plazo en la agenda nacional?
—Lo deseo. Puede ser. Honestamente, creo que Roberto no aprovechó la enorme oportunidad del período de Néstor Kirchner. Fue la mayor oportunidad histórica para crecer, con términos de intercambio inimaginables en otras épocas.
—¿Qué hizo mal entonces?
—El problema no es lo que se hizo mal, sino que no se hizo lo necesario. Era un gran momento para tener una ley de inversiones, para recrear el financiamiento a largo plazo, para poner metas objetivas de reconversión industrial del país.
—Lavagna cuenta que quería construir un fondo anticíclico y Kirchner prefirió gastar todo.
—Es probable. Un fondo de sustentabilidad. Pero aún lo anticíclico está vinculado al corto plazo, a manejarse con la macroeconomía.
—Usted dijo que la gestión de Néstor Kirchner no implicó un crecimiento sino una recuperación.
—Absolutamente. No hay nada nuevo. Volvió todo.
—“Volvió todo”, ¿que no hubiera nada nuevo indica que hubo un fracaso?
—No hubo crecimiento, sino un volver a ser lo que éramos. Nos recuperamos y salimos del agua. Respiramos y volvimos a caer. Es imposible imaginar qué hubiera pasado, porque Argentina desaprovechó esa oportunidad sin precedentes. Algo que no habíamos tenido nunca. Cuando digo nunca, es nunca. Hubo superávit fiscal, superávit financiero, pero se mantuvo la tasa de pobreza.
—Uno de los síntomas fue que volvió la inflación. Cuando usted llevó adelante junto con Gelbard aquel plan, partieron de una inflación del 80%. Hoy es del 50%. Aquel plan incluía un congelamiento de precios, un aumento de salarios de suma fija y dos años sin paritarias. ¿Sería una receta aplicable hoy?
—Es la receta necesaria. Lo que justamente Roberto administraba era un problema de manejo de precios. Eso lo dice el Fondo Monetario Internacional, muy elogioso respecto del plan. En rigor, lo que nosotros teníamos no era un congelamiento. Era, como dije, un manejo de los precios.
—Lo llamó “precios administrados”. También habló de los “precios conversados” de Guillermo Moreno: dependían de lo conversado con él.
—Exactamente. Es una diferencia de libreto.
—Usted dijo que “nunca más se hable de porcentaje de aumento salarial, hay que hablar de una suma fija, porque son muchos los que están abajo y pocos los que están arriba, y no se puede hacer una negociación salarial sin reconocer que hay una parte de la clase obrera que es una oligarquía”. ¿Los aumentos salariales deben ser siempre de suma fija?
—Siempre no. Pero sí en la condición actual. Hoy por hoy, la dispersión salarial es absolutamente anárquica.
—¿El rol del Estado es asegurar un piso?
—Concretamente, es lo que se hizo con las jubilaciones. Tomar el valor más bajo y subirlo hasta un cierto nivel. Es una idea que tiende a achatar la pirámide. En el caso específico de las jubilaciones, es muy fuerte, porque el piso es muy bajo. Cuando asumimos, veníamos de la época de Krieger, en la que había habido muchos sindicatos que habían mejorado su situación laboral por su capacidad de controversia, la posibilidad de parar.
—Un poder que tienen los Camioneros hoy.
—Camioneros, petroleros, hay muchos sectores que están con salarios muy buenos, pero que tiene que ver con la consolidación de un esquema de poder.
—¿Con su capacidad de producir daño?
—Exactamente. Eso hay que repararlo, porque es necesario que el conjunto de los trabajadores tenga un nivel de vida mínimo. No puede ser que la indexación inevitable nos lleve a una inflación incontenible, hay que parar los precios.
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F.D.S./M.C.