—Usted dijo que “el único mérito que podemos tener es que a lo largo del tiempo hemos mantenido algunas cuestiones que tienen continuidad y no somos revolucionarios, en el sentido de que podemos cambiar todo. Hacemos cambios paulatinos pero no tiramos abajo lo que hizo el otro. Eso da cierta estabilidad”. En la Argentina, interpretamos que para eso Uruguay tuvo que haber descubierto en algún momento que la confrontación no era lo correcto. ¿Fue así?
—Es demasiado racional. Como si una sociedad fuera la cabeza de un individuo. Una sociedad es una acumulación de experiencias, de idas y venidas, y la resultante es un término medio. No somos tan perfectos como podemos parecer, pero tenemos un grado importante de estabilidad, por lo menos si se compara con la historia reciente de América Latina. Ni más ni menos. Tenemos nuestras contradicciones, naturalmente. Las sociedades modernas tienen cada vez más dificultades porque son muy diversas en cuanto a los intereses en su seno. Una tendencia que tiende a incrementarse.
—Uruguay es modelo para los argentinos. Para el Frente de Todos, el panperonismo, Uruguay lo es respecto a los éxitos del Frente Amplio, mientras que para Juntos por el Cambio ese modelo es Luis Lacalle Pou. Me pregunto si tal elección no habla más de la falta de modelo y de autoestima argentina. ¿Cómo ve usted este proceso de Argentina a lo largo de los años?
—La realidad, la imagen que te transmite la realidad, está muy teñida de la perspectiva propia. Cada cual mira desde una perspectiva y tiende a acentuar una realidad. Es probable que la realidad efectiva sea un juego de eso. No me extraña que haya una dicotomía en la visión. Al parecer, el destino de la Argentina en todo es dicotómico.
“En la política contemporánea están pasando muchos fenómenos raros.”
—¿Qué le produce a usted la cantidad de argentinos que elogian a Uruguay y hasta se van a vivir, no ya a Punta del Este, sino a Montevideo?
—Pasó muchas veces en nuestra historia, para bien y para mal. Hay que conocer la historia. El viejo pleito de unitarios y federales hizo de esta tierra un lugar de refugio. Hubo gente que vino para este lado. A la salida de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno y la Cancillería uruguaya de Eduardo Rodríguez Larreta pidió la intervención y se armó un escándalo en América Latina en tiempos de Juan Perón. Aducía que cuando un país está desordenado, los otros tienen que ayudarlo. Semejante posición solo tuvo apoyo de Guatemala y Estados Unidos. El resto de América Latina casi nos prende fuego. Las luchas durante el tiempo de Perón significaron un refugio de gente que venía para acá. A posteriori fue al revés. Estuvimos emparentados en los momentos de incertidumbre. No fueron pocos los uruguayos que emigraron a la Argentina también. Es el único lugar del mundo donde los uruguayos pasan desapercibidos. No, somos pueblos hermanos: nacimos en la misma placenta. Los orientales somos un pedazo fracturado de la argentinidad, por geografía y por historia, porque nuestro territorio fue siempre ambicionado por Portugal y después por Brasil. Colonia del Sacramento fue fundada por portugueses. Ese viejo pleito se mantendría con la lucha de puertos. Cosa paradojal, la Marina española tenía su sede del Atlántico sur en el Puerto de Montevideo. La lucha del puerto entre Montevideo y Buenos Aires se remonta a la época de la colonia. Cuando viene la independencia, quien dominaba el puerto era el único que podía cobrar impuestos. Los Estados nacientes vivían prácticamente de la imposición a las importaciones. Cobrar impuestos permitía crear un ejército. El federalismo fue fundado acá por don José Artigas. Necesitábamos una figura nacional. Lo transformamos en el jefe de la patria, aunque él nunca pensó en eso. Lo que deseaba era una organización federal. ¿Se da cuenta? La historia nos tiene entretejidos.
—¿No traiciona el espíritu de hermandad un gobierno uruguayo ofreciéndoles a los ciudadanos argentinos costos tributarios menores en detrimento de la recaudación argentina? ¿Cómo vivió esa seducción?
—No me gustan esas cosas. Generarán, a la corta o a la larga, una respuesta acorde de la Argentina. Ya lo vivimos; pero no soy gobierno. Durante cinco o seis años la confrontación en el Río de la Plata determinó que prácticamente no viniera ningún argentino al Uruguay. Viví eso en la década del 50 y tengo buena memoria. Si mañana un gobierno argentino establece una respuesta de carácter defensivo, empezamos a ir y venir. Lo único que hace es enturbiar la relación. No soy responsable de ese hecho.
—¿La enorme proximidad entre, específicamente, Buenos Aires y Uruguay y que en Buenos Aires se concentra el 40% de la población argentina y el 50% del producto bruto modifica nuestra geopolítica argentina esencialmente? No hay otro lugar que tenga su capital enfrente y que permita tener una suerte de lugar de asilo.
—Buenos Aires se transformó en el nudo del Río de la Plata. Es el polo de mayor peso. Tiene una enorme gravitación para la historia argentina y la nuestra. Si bien la organización argentina desembocó en un federalismo, no cabe duda de que en Buenos Aires se construyó la punta del embudo. Semejante concentración es tal vez un problema pendiente. Con esta visión que tengo hoy de viejo, y conocedor de la historia del Río de la Plata, si tuviera cuarenta años menos, me hago ciudadano argentino y voy a pelear a Buenos Aires. Ahí se juega el futuro del Río de la Plata. Pero soy un viejo y estoy archivado.
“Si hiciera política en Argentina intentaría apuntar más al trabajo y a la ciencia y menos al lujo y al cromado.”
—Tanto Uruguay como Chile alcanzaron mayores niveles de desarrollo y comparten la misma zona centro, la misma latitud. ¿Hay relación entre el nivel de desarrollo y de igualdad de vida con los climas templados?
—No le daría tanta importancia. Somos hijos de la historia. Uruguay tiene una historia, de 1900 para acá, con una impronta muy fuerte socialdemócrata, para hablar en términos contemporáneos. En la década del 10 del siglo XX tuvimos un gobierno que reconoció las ocho horas de trabajo, el divorcio de la mujer por su sola voluntad, que decía que “el sindicato es el abogado de los pobres” e hizo una serie de reformas brutales.
—El Estado era el escudo de los pobres, en la impronta de José Batlle.
—Sí. Y mucho más. Algunas cosas que dijo en 1925 no quiero repetirlas, porque los que nos llamamos progresistas quedaríamos hoy a la derecha. Era un soñador. Se preocupó hasta del castigo de los animales, por prohibir la plaza de toros. No le gustaba el boxeo. Se fundaron las universidades tecnológicas. Mandaron a buscar el mejor veterinario del mundo y lo trajeron; al mejor agrónomo, y fundaron la Facultad de Agronomía. Buscaba cerebros. De la Argentina expulsaban a los militantes anarquistas y los recibía. Les dio asilo y trabajo. Fue todo un personaje, que incidió enormemente hasta 1929. Modeló un punto de vista. Los uruguayos somos todos un poquito batllistas. Nos gusta un tipo de cambio suave.
—¿Sería posible un Jair Bolsonaro en Uruguay?
—No, me parece que no. Pero cosas veredes…
—El politicólogo argentino Andrés Malamud tiene una curiosa presentación en las redes sociales. Dice que es ciudadano de la República Occidental del Uruguay. Más allá de la broma, plantea que Uruguay es el país más occidental de Sudamérica. ¿Coincide?
—Chile tiene una fuerte influencia europea determinante. Don José Batlle y Ordoñez tuvo dos presidencias. Entre una y otra, estuvo cuatro años en Europa. Su presidencia revolucionaria fue la última, la de 1910. Y es que vino con las pilas cargadas y supo utilizar el caudal inmigratorio. Cuando era niño, decían que éramos la Suiza de América, porque era una tierra de pasto y aguada, como dice Hernandarias. Los indígenas de acá tenían que trabajar poco. Sobraban animales para cazar. El coloniaje fue feroz con ellos. Los reabsorbió y desaparecieron. No tiene esa riqueza de la Cordillera de los Andes, de pueblos agrícolas y formación de Estado. Quedó un cimiento cultural que el coloniaje no destrozó. Somos una cuña un poco mediterránea en esta esquina.
—La despedida entre usted y José María Sanguinetti generó admiración y sana envidia, el otro ex presidente leyó un poema de Octavio Paz que dice: “La inteligencia al fin encarna. Se reconcilian las dos mitades enemigas y la conciencia espejo se licúa”. ¿Para la reconciliación hace falta inteligencia? ¿Cómo debe ser la relación con esa mitad que antes era enemiga?
—Hace mucho tiempo que acuné dentro de mí la lucha contra el fanatismo. El fanatismo envilece. Es generador de odio, que es una postura muy negativa y tremendamente destructora. Tiene en común con el amor que es ciego, y la ceguera es una forma de estupidez. Una cosa es ser pasional y convencido de lo que uno defiende y otra es caer en el fanatismo, que no deja percibir los tonos de la realidad. En la alta política es un mal mayor vivir con odio, pero en las relaciones humanas es peor: nos llena de imbecilidad. El abrazo con Sanguinetti les convenía al país y a la sociedad. No fue un renunciamiento que, por otra parte, nadie pide. Hay que cultivar un nosotros, que es lo que queda; porque lo que fue fue, pasó. El problema es lo que viene, el porvenir. Si uno se deja embeber y enceguecer por el pasado, se olvida del valor que tienen los que vienen. Si no les podemos dejar un mundo mejor, por lo menos intentemos que no sea peor. Cada ser humano es como el centro de un pequeño sistema planetario, está rodeado de afecto de otra gente. Uno sabe que algunos se van a ir y otros quedar. Hay que pensar en lo que va a quedar luego. Es lo único que cuenta. Es una manera de ver la vida. No les tengo odio ni a los que me torturaron. Fui presidente y no me dediqué a usar el poder de la presidencia para perseguir a nadie. A algunos les habrá parecido que soy olvidadizo. No. Hay cuentas que no se cierran.
—Dijo en declaraciones recientes que Argentina está desquiciada. ¿Usted cree que parte del desquicio puede tener que ver con que no hemos logrado salir de ese odio?
—Sí. Creo que no se pueden juntar. Vale la pena encontrarse. Tomar mate bajo un árbol, empezar comentando de fútbol. Hablar. Intentar construir puntos comunes. El problema es construir. Es muy fácil destruir. Construir es muy difícil, pero cuando se construye algo, queda en el tiempo. Si no, estamos siempre arrancando.
“A veces la gente vota en contra de algo sin tener claro a favor de qué está eligiendo.”
—Usted sabe que el diccionario de la Real Academia Española indica que la palabra desquicio es un argentinismo. Una de sus definiciones es: “Desquiciar es hacer perder a alguien la privanza o la amistad o el valimiento de otra persona”. ¿Llegó a esa palabra por asociación?
—Me apareció sola. Lo voy a ir a consultar. Tengo el diccionario de la Real Academia Española. Me lo regaló el rey de España. Lo voy a consultar, pero no quiero ponerme un mérito que no tengo. Lo dije porque me salió.
—El libro “Mujica por Pepe” fue escrito por el ex ministro de Educación de la Argentina Nicolás Trotta. Tiene prólogo de Alberto Fernández y epílogo de Lula. Allí, el actual presidente argentino dice que a usted le gusta decir que no tiene ni ha tenido vocación de héroe. Cuando era guerrillero, ¿tenía vocación de héroe y luego se dio cuenta de que no era lo adecuado o que había otra forma de heroicidad?
—Los humanos, los sapiens, somos en parte producto del tiempo que nos toca vivir. Pertenezco a un tiempo en el que hubo una nutrida juventud que estaba convencida de que era posible la creación de una sociedad donde lo mío y lo tuyo no separara, que era posible la construcción de un mundo mejor con otras claves. Nos movimos por ello y dejamos muchas cosas por el camino. Hicimos mucho sacrificio. Seguramente cometimos muchos errores, pero estábamos convencidos. Teníamos la certeza de que el Uruguay desembocaría en una dictadura. Era el modelo que se daba en América Latina. Deseábamos estar en condiciones de transformar una huelga en insurreccional, que le pasara por arriba. Pero fracasamos por distintas cosas. El tiempo nos fue mostrando otras cosas. Algunas claves que interpretábamos estaban equivocadas. Creíamos en el fantasma del Estado, la visión un poco leninista del Estado y de las clases sociales. No nos dimos cuenta del peso que tenía la burocracia. Lo que molesta es que tampoco nos pasamos con armas y bagajes al otro bando. No estamos conformes con el mundo en el que vivimos y seguimos luchando por remendarlo, aunque más no sea, y aspiramos a que el sapiens pueda crear, porque tiene condiciones para una sociedad mejor, pero no por los caminos que nosotros lo soñamos. Son cosas muy serias. Resumir tanta historia en tan pocas palabras es medio grosero.
—¿Un héroe puede por definición comprender a los otros?
—Los héroes no dejan de ser humanos. A veces están bien y otras no. No son tan puritanos ni perfectos. Son humanos, sus construcciones son humanas. Lo más importante es que son símbolos y sirven como banderas. A la larga, pesa y define el tamaño de la fila india. Los héroes podrán ser mártires o no, pero no determinan los cambios de la historia. Los cambios llegan por grandes corrientes que a veces utilizan un símbolo humano, héroe, bandera o líder, pero lo que importa es lo que no se ve.
—Usted es hegeliano en ese sentido. Los líderes son simples cuerpos que usa la historia para seguir su camino. Georg Hegel dijo: “Vi pasar la historia a caballo y no a Napoleón a caballo”. ¿Tuvo influencia en sus ideas?
—Algo de eso es mi manera de interpretar la realidad, hasta en el comportamiento. Es una forma natural de organizarse y de expresarse. Se utiliza un símbolo humano que sirve. Es una herramienta peligrosa, porque el sujeto en cuestión se lo puede creer. A veces se lo cree y se arma una fantasía a sí mismo y no se quiere bajar. Es un problema.
—La experiencia demuestra que la mayoría se lo cree. Los griegos hablaban de la “hubris”. En la mitología, a aquel que se creía Dios lo volvían loco haciéndole creer que realmente lo era. Ese era el castigo: que se lo creyera.
—Algo de eso hay.
—Luego de la derrota del oficialismo en las PASO, usted recomendó: “Hace falta que se encierren un mes a tomar mate, discutiendo, no puteándose por la prensa, para generar media docena de cosas centrales como políticas de Estado”. ¿Hay dificultades, no solamente entre la coalición y la oposición, sino dentro del Frente de Todos, para sentarse y entenderse?
—Sé que es muy difícil. Pero me doy cuenta de que el pueblo, Argentina, precisa eso.
—¿Cómo ve la evolución de la polarización y la grieta argentina?
—No sé. Tengo claro que no puede funcionar que medio país esté contra la otra mitad. La lucha es por reconocer la realidad. Si la realidad es esa, hay que sentarse a negociar, intercambiar y bajar los decibeles. Hay dos capítulos paralelos: la diferencia objetiva en materia de pensamiento y la diferencia subjetiva que impone el insulto. No es lo que explica la cuestión, pero le pone un tono de gravedad que hace imposible atemperar otras. Es lo que veo del otro lado del río. Quizás esté metiendo la pata.
—No, no está metiendo la pata.
—Me siento primo hermano de la Argentina. Y además soy parte interesada, porque a mi pequeño país le va bien cuando a la Argentina le va bien.
—Usted también dijo: “La política no es para hacer plata. Cuando se entrevera la plata con la política y el sindicalismo, estamos fritos. Al que le guste mucho la plata, que vaya a profesiones que hagan industrias, agricultura, comercio, que se pague impuestos, pero que no entrevere los tantos”. ¿Es un error que empresarios como Mauricio Macri, Sebastián Piñera o Vicente Fox se dediquen a la política?
—Sí. Son pasiones distintas. Y no me refiero a mala fe. Digo que siempre tendrán una visión unilateral. Subjetivamente, tenderán a pensar que lo que es bueno para la empresa es bueno para el país. A veces es así, pero otras no. Por otro lado, la política es una necesidad antropológica del hombre. Los humanos somos animales gregarios. Recorrimos el mundo hasta llegar hace unos 30 mil años a la revolución agrícola. Allí empezó lo mío y lo tuyo. Y se complicó la cosa. Con lo mío y lo tuyo se formó el Estado, pariente de la propiedad. Aun así seguimos siendo gregarios. No podemos vivir en soledad. En el derecho antiguo, la peor pena después de la de muerte es que te echen de la comunidad. Era espantoso no tener un grupo que respaldara. Aún hoy, para los aimaras, pobre es el que no tiene comunidad. Naturalmente, el desarrollo de la economía de mercado acentuó nuestro carácter individualista. Siempre hubo conflicto entre sociedad e individuo. Cada individuo es específico y el papel de la política es atemperar, negociar, para que sobreviva el poncho de la sociedad que nos ampara a todos. Ese es el duelo que tiene la política.
—¿Hay algún punto de comparación entre Luis Lacalle Pou y Mauricio Macri o entre Guido Manini Ríos y Javier Milei?
—No voy a calificar a compatriotas de los que me considero adversario. No le hago bien a mi país.
—Hace unos años le hicieron una entrevista al escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán, quien además de comunista era un gran sibarita, experto en gastronomía, vivía en la zona más cara de Barcelona y no se privaba de tomar los mejores vinos. Y alguien le preguntó por qué llevaba ese nivel de vida con sus ideas políticas y la respuesta de él fue: “Soy comunista, pero no gilipollas”. ¿Ser comunista, ser de izquierda, obliga a hacer un voto de pobreza?
—Me hicieron la leyenda del presidente más pobre y esas cosas. No es ninguna pobreza. No soy pobre; es una opción de vida definida hace rato. Es mi manera de luchar por mi libertad. Si me dejo esclavizar por el tironeo civilizatorio del mercado, viviré para gastar mi vida en conseguir los medios para pagar las infinitas cuotas. Te hacen el cuento de la felicidad. Ser libre es gastar la mayor cantidad de tiempo de mi vida en las cosas que me gustan. Si multiplico mis obligaciones, adiós a mi libertad. Me someto a la ley de la necesidad porque dejé que las necesidades se multiplicaran hasta la fantasía. Mi sobriedad, mi forma de vivir, es la manera de custodiar mi libertad. Pero no se la quiero imponer a otro. Que cada cual haga lo que quiera. Y tengo amigos de todas las escalas sociales. No cuestiono a nadie, pero que no me cuestionen mi libertad.
“Hace mucho tiempo que acuné dentro de mí la lucha contra el fanatismo.”
—¿Usted tiene algo parecido a los aimaras? Lo que construyó la mayor cantidad de comunidad.
—Soy una especie de neoestoico. Como dijo Séneca: “Pobres son los que necesitan mucho”.
—También dijo: “Reconozco que el mundo que viene es digital, pero yo pertenezco a otros tiempos. Leo libros, los subrayo. El mundo que viene no es el mío”. ¿El mundo digital es un facilitador del odio?
—El salto tecnológico no fue acompañado de uno cultural. La responsabilidad no es de la tecnología. Es de los humanos. No hemos construido una humanidad acorde con el salto tecnológico. Tendemos a parecernos a un chimpancé con una ametralladora. Hoy, un muchacho con un celular en el bolsillo, si lo sabe consultar, tiene una universidad a mano. Es maravilloso. La tecnología es maravillosa. Pero el término medio de los muchachos lo que menos utiliza es el conocimiento digital con una preocupación de carácter universitario. Lo usan para todo lo demás. Y ahí todo lo demás sin resolver adquiere una dimensión que aplasta. Mejoramos en tecnología, pero no en humanidad.
—¿Qué y cuántos libros lee por año?
—No llevo la cuenta, pero siempre leo un poco. Tuve una época joven, allá entre los 16 y los 20, en la que leía entre 6 y 8 horas cada día. No tenía plata, iba a una biblioteca pública y leía de todo. Después me dediqué a cambiar el mundo y leí menos. Anduve a las corridas. Cuando me tocaron los años de soledad, y sin libros, me sirvió terriblemente aquello que había leído en mi juventud. Tenía tiempo. Estoy seguro de que no hubiera desarrollado esta personalidad si no hubiera vivido ese tiempo. No sería yo. A veces la adversidad, si no nos destruye, nos puede enseñar muchísimo. Se aprende más de la adversidad que de la bonanza.
—¿Y últimamente qué lee?
—Estoy leyendo a Thomas Piketty, Ideología y capital. Me sorprendió la importancia de la cuestión fiscal en la historia de la humanidad.
—¿Cómo analiza la gestión sanitaria de Uruguay durante la pandemia? Los estándares de vacunación son muy elogiados.
—Tiene una parte buena y una negativa, como todo. En un primer momento titubeamos demasiado. Nos demoramos. Una cosa es un país que tiene 50 o 100 millones de habitantes y otra uno que tiene 3 millones de habitantes. Probablemente hubo la ilusión de que el mecanismo internacional montado funcionaría. Y no fue así. Funcionó mal y tarde. Nos demoramos. Hubo oportunidades que se dejaron pasar. A un funcionario que hizo contacto con Pfizer le hicieron decir que no tenían interés y después lo echaron. Nunca quedó claro eso. Pero después el proceso empezó a caminar y se fue resolviendo. En el ínterin hubo un momento en febrero pasado en el que los hombres de ciencia recomendaron tomar medidas duras. Ahí se nos murió gente. Probablemente podrían haber sido menos si la política le hubiera dado la razón a la ciencia. Luego, el proceso de vacunación se fue extendiendo y dio resultado.
—¿Usted cuándo se vacunó por primera y por segunda vez?
—Demoré bastante. Padezco una enfermedad crónica, una variedad de vasculitis. Es de esas enfermedades que uno no se las saca más. Durante cuatro o cinco años no molesta y un día aparece. En aquella época me recomendaron que no me vacunara, porque mi aparato inmunológico es el que me ataca. Pero ahora fui a consultar al médico. Me convencieron. Es demasiado grande el riesgo y mejor que me vacune. Lo hice y no me pasó nada.
—¿Tiene las dos dosis? ¿De qué vacuna?
—Sí, las dos dosis. En Uruguay, para los muy viejos reservaron la Pfizer.
—¿Cómo evalúa lo que pasó en Argentina comparativamente con Uruguay y la incidencia de la polarización?
—Acá el Colegio Médico, el gremio de los médicos, pidió la cuarentena fuerte de entrada y el gobierno optó por lo que llamó “la libertad responsable”. Las dimensiones jugaron a favor. Nosotros no tenemos las masas que tienen en Argentina. Una vuelta estuve en Tokio. Por día pasan en la estación de trenes de Tokio 3 millones de personas. Son situaciones incomparables. Admiro a los japoneses por cómo pueden manejar ese tipo de cosas.
“Soy un bicho raro, un viejo medio loco; mucha gente me admira, pero no me dan pelota.”
—¿Los países más chicos, como los escandinavos o Uruguay, son más fáciles de manejar?
—Sí, naturalmente. Más que los países multitudinarios, a no ser que sean los chinos, que tienen sus métodos mágicos. Los chinos tienen conducta colmenar. Y no por comunistas, son confucianos, que es otra cosa. Si el gobierno manda, van para allá, para donde manda el gobierno. Y no porque sean ni conejos ni ovejas, es otra cosa.
—La izquierda hoy se autodefine como feminista y ambientalista, ¿cómo vive el militante nacido en 1935 el feminismo, el ambientalismo?
—Si por feminismo se entiende reconocer el peso de la sociedad patriarcal y la deuda con la historia de la mujer, en la que lo más flagrante es la diferencia salarial frente a la misma tarea, soy feminista a muerte. La igualdad de derechos no se puede ni hablar ni discutir. Por suerte no somos iguales; somos complementarios, que es otra historia. Sería desastrosa una humanidad solo con hombres. Supongamos una reproducción vegetativa. Sería espantoso. La cara femenina es un componente de la historia. La necesitamos. Pero esta diferencia no puede enturbiar la diferencia de clase. Me mortifica que a veces se olvida que las mujeres más postergadas son las humildes. Cargan con el patriarcado, con la pobreza y con el mandato que les impone la naturaleza respecto a los hijos. El feminismo que más precisamos es el que más las defienda, porque es la manera de defender a la especie. Pienso que los humanos siempre andamos precisando una madre, nos demos cuenta o no. Es la cara femenina en la historia. Pero debo ser muy anticuado.
—¿Y respecto del ambientalismo?
—No soy panteísta, pero casi. Adoro la naturaleza. Puedo pasar horas mirando las aventuras de un bichito. Ahora los teros apichonaron y están afanosos defendiendo sus crías por los campos. Es un espectáculo. Allí hay parte de mi sobriedad y forma de ser. Deberíamos saber que si el modo de vida futuro nuestro es el de las sociedades opulentas, el planeta no resiste con los miles de millones de personas que somos. Si queremos ser ambientalistas verdaderamente, debemos adoptar una forma de vida que ayude a cuidar el medioambiente. Es contradictorio con la economía de mercado, que necesita que seamos voraces compradores. Esta es una contradicción fenomenal. Como sucede en una película de Charles Chaplin, que el pibe va rompiendo los vidrios y él viene atrás remendándolos. Parece que primero queremos destrozar todo y después vamos a arreglarlo. Sería mejor destrozar menos.
—Aristóteles decía que todo intelectual era extranjero en su patria. ¿En determinado momento uno se siente extranjero de la propia época?
—Soy un bicho raro, un viejo medio loco; mucha gente me admira, pero no me dan pelota.
—¿Por qué dice que no le dan pelota?
—Siguen pagando cuotas. Las parejas jóvenes salen a pasear y van a ver las vidrieras del shopping. Ese no es mi mundo.
—¿Cuál es su relación con el papa Francisco? Supongo que se siente representado por la encíclica “Laudato Si’”?
—Soy amigo político del Papa. Es curioso porque no soy creyente, pero le tengo mucho afecto a la religión católica apostólica romana. Uno de mis ideales es una América federal. Las cosas comunes son la lengua y la tradición católica. Es un componente cultural, una columna vertebral a pesar de todos los pesares. Lo respeto institucionalmente.
—¿Es ateo o agnóstico?
—No creo en Dios ni nada por el estilo. Creo en la vida. Adoro la vida.
—Cuando ve a los teros cuidando a sus futuras crías, imagino que cree que hay algún orden, un sendero en la evolución. ¿Cuál es su relación con la metafísica?
—Mágica.
—Kant decía: “Me maravillo que veo las estrellas sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
—Todo lo que es la vida me maravilla. No puedo dejar de ser un animal utópico. El hombre es un animal utópico. No hay grupo humano que no haya inventado el creer en algo. Lo lindo es que no lo podía demostrar, pero fue capaz de hacerse matar por eso que creía. Si eso no es utopía, no sé qué es. Es una constante del sapiens a lo largo de la historia. Mi utopía es un amor a la vida frente al mundo inerte. El sentido de la vida humana es prestarle a la naturaleza un minuto de conciencia para intentar reformularse. No deja de ser una explicación sentimental, porque uno lucha por encontrarle un sentido a la vida.
“Parecería que el destino de la Argentina fuera que todo es dicotómico.”
—¿Y a los 85 años le encontró algún sentido?
—Sí. Gastar el tiempo de mi vida, lo más que pueda, para que queden otros. Un buen dirigente, que lucha por los cambios con una visión positiva, es aquel que deja gente que a la larga lo supera. Que levantarán las viejas banderas y seguirán luchando. Ese es el sentido de mi vida. Transmitirme a lo largo de otros que quedan y haber hecho todo lo posible. Soy una especie de árbol viejo que está intentando dejar pasar la mayor cantidad de luz para que crezcan arbolitos. Que en lugar de un árbol haya un bosquecito.
—¿Mira las estrellas de noche?
—A veces sí. Es conmovedor.
—¿Qué piensa ante eso?
—A los hombres que se creen muy grandes, muy importantes, habría que condenarlos a mirar toda la noche las estrellas.
—¿Cómo es su relación con la familia, con su mujer, con los amigos?
—No. A mi edad el amor es una dulce costumbre con mucho de refugio. Hace mucho tiempo que andamos con mi compañera y hace pocos nos casamos. Nos casamos por esa cuestión burocrática de que uno se muere y se arma un lío de papeles. Nos casamos para arreglar los papeles. Tengo planteado que si me muero, me tienen que prender fuego y enterrarme abajo de una secoya.
—¿Ya la tiene elegida?
—La tengo plantada hace años. Está grande. Tiene como 10 o 12 metros. Es un árbol que vive mucho.
—¿Cómo es su relación con el amor?
—Tiene edades. Es bastante volcánico cuando se es joven. A mi edad es un refugio. Pobres de los que tengan que andar solos.
—Al hablar de las pasiones políticas, como el odio, usted dijo que enceguece como el amor. ¿Sería la analogía de la época volcánica juvenil?
—En mi definición probablemente influye mi amor a los clásicos, que lo pintaban como el niño travieso ciego. Porque el ser amado puede estar rodeado de defectos que no vemos, y que después suelen aparecer. El amor es ciego, pero tiene una ventaja: es un impulso creador. En cambio, el odio es negación. No crea nada.
—Hay quienes afirman que el verdadero amor es el que surge después, cuando uno puede ver los defectos del objeto amado y aun así elegirlo.
—El verdadero amor es un pacto permanente. Cuando se negocia el orgullo, se es capaz de ceder, de aceptar cosas que en principio no gustaban, y de construir convivencia. Es la etapa más adulta.
—Supongo que leyó en algún momento de su juventud “Elogio a la locura” de Erasmo. El pensador humanista decía que sin locura no había humanidad, no había amor ni había ideología. ¿Por qué se definió como “bicho raro?
—¿Sabe cuál es mi libro preferido? El Quijote. Es toda una definición.
—¿Lo leyó por primera vez en el colegio?
—Sí. Y después también.
—¿En la cárcel?
—Cada tres o cuatro años lo leo, y lo gozo, por varias cosas. Por el contenido, por la fantasía, por el manejo brillante del idioma. Hacer poesía es decir una cosa por otra, decía Luis de Góngora. Pero no en cualquier cosa. Y El Quijote es una especie de poema en prosa y con algunas definiciones. En el discurso de los caballeros está una de mis definiciones políticas más esenciales: edad dichosa, siglos dichosos cuando lo mío y lo tuyo no nos separaba. Seguramente se refería a una Arcadia perdida, pero estaba hablando de los cabreros, los más pobres de esos tiempos, que vivían de la leche de cabra. Hay un parentesco con mi forma de pensar, como notará.
—¿Se identifica siempre con el Quijote?
—Y con Sancho. No existe Quijote sin Sancho. Tampoco puede existir Sancho sin Quijote.
“Argentinos y uruguayos somos más que hermanos: nacimos de la misma placenta.”
—¿Quién es su Dulcinea del Toboso? ¿La política, Uruguay?
—Es una sociedad mejor. Un mundo mejor. Es el sueño de que el sapiens tiene capacidad como para reconstruirse. No cambiar el disco duro, porque eso es imposible. Sí es posible hacer primar lo mejor que tiene y subordinar lo peor. Si el sapiens no es capaz de reconstruirse, está condenado.
—¿Cree, como Erasmo, que es necesaria una cuota de locura?
—Por supuesto. Si no hubiera locos, no habría habido cambio. Hay distintos grados de locura. Acá usamos el término “locura” en el sentido de salirse de lo corriente.
—Se lo utiliza peyorativamente, pero hablamos de la locura como la campana de Gauss que tiene también el genio, tiene brillo, desinterés, trascender el maximizar el beneficio.
—Todos los humanos tenemos una cuota de locura dentro y una de generosidad. También tenemos lo otro. El afán posesivo, el egoísmo, como todo lo vivo que vienen planificado para luchar por su vida. Sí, tenemos todo eso, pero también esta cosa rara que nos dio la naturaleza: la conciencia que hasta cierto punto nos puede permitir darle un rumbo a nuestra vida. No seguir al automatismo, incidir. Quien no se plantee la decisión de tomar determinado camino, el mercado lo hace por él. No se preocupen por él. El altar del mercado lo va a arreglar y se va a pasar la vida pagando cuotas.
—¿Reflexionó sobre el origen de nuestro pensamiento? Usted dice que no cree en otra vida, que no es creyente en sentido metafísico. ¿Pero pensó de dónde emerge eso?
—Creo en el lenguaje de la bioquímica. En esa función que se llama fotosíntesis, la función natural más importante en la Tierra, cada vez que la produce una hojita, en fracciones de segundo hay treinta o cuarenta reacciones químicas en cadena de las cuales conocemos una al principio y otra al final. Tiene algo mágico, desde luego. Los mecanismos de la naturaleza lo dejan a uno boquiabierto. Por eso les tengo un inmenso respeto a las religiones. Los seres humanos siempre se hicieron esta pregunta sobre el porqué de este orden maravilloso. Y no tienen respuesta. Es natural que acudan a la fe.
—Si pudiera volver el reloj hacia atrás, ¿qué cambiaría de su vida?
—La respuesta sería según la edad.
—¿Volvería a ser guerrillero?
—Según como esté el mundo, porque no es un oficio. Es apenas un camino. Desgraciadamente, el ser humano no superó la prehistoria. Para mí, la superará el día que abandone la guerra, pero el sapiens que conozco ni por asomo se plantea eso. En este momento se deben de estar gastando cerca de 3 millones de dólares por minuto en presupuesto militar en el mundo.
—Habla recurrentemente sobre China. ¿Admira a aquel país?
—Admiro las cosas viejas que vivieron mucho tiempo. Duró mucho. Tienen 5 mil años de historia escrita, y otros 5 mil más. Admiro a la humanidad. La historia del sapiens. Y es una parte importante. Desde luego, tiene un sentido de la vida.
—¿Cuánto influye Brasil sobre Uruguay y la región, teniendo en cuenta nuevamente que probablemente dentro de un año y dos meses tengamos a Lula?
—Es importante porque Brasil no tiene peronismo. Brasil tiene a Lula. Una cosa es el PT con Lula y otra sin Lula. Está todo cifrado alrededor suyo. Eso es muy peligroso. Lula nunca dejó de ser un dirigente sindical, es un negociador nato. Eso puede ser importante para América. Naturalmente, el destino del continente tiene mucho que ver con el de Brasil. Basta ver las barbaridades que pasan en la Amazonia. Lula instintivamente es mucho más dócil e inteligente que Jair Bolsonaro. Abre un capítulo de esperanza. En la política contemporánea vienen pasando fenómenos raros. Aparecieron personajes como Donald Trump o Bolsonaro. A veces da la impresión de que la gente vota en contra de algo sin tener claro a favor de qué está eligiendo. Es una reacción por lo negativo. Personajes como Bolsonaro están al borde de la cosa rara, desde el punto de vista psicológico.
—¿Cómo compararía al PT y al kirchnerismo? Usted fue presidente con Lula en Brasil y los Kirchner en la Argentina. ¿Se puede hacer una suerte de vidas paralelas entre Buenos Aires y San Pablo?
—Son cuadros distintos. Brasil es otra cosa. Es samba, tiene gotas de sangre africana y esa alegría increíble.
—¿Cómo sería un retorno de Lula?
—Lula es un componedor, un negociador nato. Es muy consciente de que no puede jugar con la suerte de su gente. Siempre intentará acentuar un reparto más favorable a los intereses de los trabajadores y los más humildes, pero va a cuidar la industria de San Pablo, la brasileña y el mundo productivo. Cuando sale, es un Brasil que busca abrir mercados y la presencia de su empresas acá y allá. Su pelea con el mundo empresarial es para obligarlos a repartir, pero a su vez que vivan y peleen por Brasil. De ninguna manera se puede definir a Lula como un socialista fanático. Es mucho más una especie de socialdemócrata en las condiciones de Brasil.
—Un intelectual argentino, Jorge Alemán, dice que los movimientos catalogados a veces peyorativamente como populistas, como Lula, el kirchnerismo con el peronismo y, de alguna manera distinta, también el Frente Amplio con usted, que estos movimientos de izquierda y de centroizquierda de Sudamérica son el equivalente a la socialdemocracia europea. ¿Hay un punto de contacto entre Lula, usted mismo, el kirchnerismo y la socialdemocracia?
—La socialdemocracia en gran medida fue acunada por una situación del mundo. De un lado estaba el peligro rojo con la figura de Josif Stalin a la salida de la guerra, del otro lado la bonanza americana. No se querían crear las condiciones sociales para que el Ejército Rojo siguiera avanzando políticamente. Era un peligro. Por eso se inventó el Plan Marshall. El capitalismo inteligentemente creó el Estado de bienestar, lo que llamamos socialdemocracia, algo que se desinfló cuando perdió peso el peligro “rojo”. El marco histórico es muy determinante. No se pueden aislar las ideas de la época y del tiempo en que se vive. Uno debe poner las ideas en el contexto de la realidad.
—Thomas Piketty en “El capital en el siglo XXI” marcaba que desde la caída del Muro de Berlín la concentración en el 1% más rico de la población aumentó geométricamente. ¿Se debe a la caída en la perspectiva de una economía planificada?
—El capitalismo sacó su cara anterior. Volvió hacia atrás de 1914.
—¿Y habrá una amenaza que lo haga reaccionar? ¿Algo que no sea exactamente del orden militar?
—El peligro lo tiene en sus propias entrañas. Está llevando al mundo a un sistema de derroche. Tiene necesidad de enmendar eso. Es probable que el pobre capitalismo a la larga instrumente la renta básica. Los robots no van a ir al supermercado a comprar. Es probable que asistamos a una época de convulsiones desde ese punto de vista.
—¿Cuál es su perspectiva sobre la relación con el trabajo, que ya no es simplemente económica?
—Una cosa es el trabajo impuesto como obligación, y otra como divertimento. El ocio creador. Puede ser un mundo maravilloso o de oprobio. Dependerá de la voluntad humana organizada. Nada de eso está elaborado en un sentido u otro. También podemos ir a dos mundos. Un mundo de los irrelevantes y otro mundo después de la Gran Muralla, que no necesariamente tiene que ser material, donde viva el otro mundo. Dependerá de la capacidad de organización y de lucha del hombre.
—Dijo que si tuviera cuarenta años menos vendría a la Argentina y lucharía por los cambios que hay que producir. ¿Cuál sería el plan detrás de esos cambios?
—No me puse a pensar en eso, pero tomaría mucho mate con los que piensan distinto. Perdería mucho tiempo conversando. Trataría de respetar e incentivar en todo lo que pudiera el mundo del trabajo y la ciencia. De acotar el despilfarro y gastar mucho más en inversión en la cabeza de la gente. Menos lujo y menos cromado. Buscaría más calificación terciaria para la gente joven. El proletariado en nuestra época era una gente que vestía más o menos de mameluco y gorra de cuero. El del futuro será gente de túnica o de escritorio, de capacitación terciaria. La verdadera batalla está en las universidades y con las universidades. Implacablemente, la sociedad que viene es la del conocimiento. El problema es para qué y para quién trabaja el conocimiento.
“Todos los uruguayos somos un poco batllistas y socialdemócratas.”
—¿A qué partido se afiliaría?
—El partido de la esperanza.
—Haría un partido nuevo.
—El partido esperanza. Estamos soñando, querido. Ni yo voy a ir a la Argentina ni nada por el estilo. Pero quiero a la Argentina. Por lo menos, créanme en eso, la sufro.
“Argentina tiene una pampa maravillosa: le permite el lujo de destrozarse, volverse a recomponer y seguir andando”
—Hay personas que se van a vivir a Montevideo por la seguridad. Pero la cantidad de asesinatos por millón de habitantes en la Ciudad de Buenos Aires es menor que la de Montevideo. ¿Hay una idealización de Uruguay?
—Sí. Nosotros tenemos nuestros pecados y problemas, pero somos una aldea en relación con ese gigantesco mundo que significa Buenos Aires. Tenemos una escala más familiar e intimista. Quizá sea lo que enamora a mucha gente que sale de la Argentina. Somos más pueblerinos, más del llano. Nos conocemos todos. Por tanto, somos un país permeable. En Uruguay hay 3 millones y medio de personas y 13, a veces casi llegando a 14, millones de vacas. Cuatro vacas por habitante, fácil, y le regalo las ovejas. La Argentina tiene un problema con la carne, pero tiene más o menos 45 millones de animales y 45 millones de personas. No se puede comparar una cosa con la otra. Dentro de nuestra modestia y humildad, somos un formidable país pecuario y no tanto un país agrícola. Argentina tiene una pampa maravillosa: le permite el lujo de destrozarse, volverse a recomponer y seguir andando.
—Hace cincuenta años, Uruguay tenía 2.800.000 habitantes. A lo largo de la última mitad de siglo, aumentó su población un porcentaje menor al 40%, mientras Argentina duplicó sus habitantes. Uruguay exportó población y Argentina la importó. ¿Cómo modifica eso la geopolítica? ¿La emigración es un disvalor y la inmigración un valor?
—Los movimientos de los uruguayos no fueron deliberados. Fueron el resultado de la situación. Muchos uruguayos no encontraron otra solución que irse, que escapar. Se fueron a todas partes. Buena parte fue a la Argentina. Fueron a España, a Estados Unidos. Anduvieron por todas partes. Y tenemos una bajísima natalidad. Muchos paraguayos, bolivianos, en el sur muchos chilenos fueron a la Argentina. Lo mismo sucedió con otros países de América. Al Uruguay vinieron muy poco. La Argentina atrae. Existe en el mapa. Nosotros somos una pequeña protuberancia puesta en una esquina. Quizá ni siquiera nos consideren.
—¿Se vive con orgullo o curiosidad en Uruguay que muchos de los argentinos más ricos elijan vivir ahí?
—Son experiencias distintas. Hay gente que vino a trabajar al Uruguay, que puso riqueza que trajo de otro lado y generó progreso y fuentes de trabajo notables. La inmensa mayoría vinieron a residir. La mayoría parece que busca un Uruguay dormitorio, como quien va a un barrio exótico, tranquilo. Vive ahí, pero trabaja y sus intereses están en otro lado. En general somos acogedores. Es natural que los argentinos se sientan cómodos. De la misma manera que nosotros nos sentimos cómodos en la Argentina.
“El peronismo tiene algunos rasgos religiosos; y una diosa, que es Evita”
—Sobre Perón, usted dijo en su momento que podía ser el más peronista de los frenteamplistas y agregó: “Porque la izquierda nunca entendió al peronismo. No me importa que no lo entienda. No es muy entendible, pero es muy atendible”. ¿Cómo es ese vínculo entre lo entendible y lo atendible? ¿Cuál es el rol de lo emocional?
—El escenario real es que Perón hace mucho que pasó y, sin embargo, sigue estando. Es un dato objetivo. Otro elemento es que da la impresión, por las contradicciones sociales, por la composición de gente tan diversa, de que por momentos tiene rasgos de religión. Y una diosa, Evita. Es una cosa que no se discute. No es poco, porque en los momentos de incertidumbre ese símbolo que viene del pasado le sirve a una masa muy grande. Lo otro es contingente al momento y a las circunstancias. Esa realidad la tiene el pueblo argentino. Es algo que no vi en otros pueblos de la región.
—¿Ese rasgo es una fortaleza o una debilidad?
—Seguramente las dos cosas. Es una oportunidad, según el rumbo que se tome. Y una amenaza también, por lo que demuestra la realidad objetiva. Fíjese que soportó dictaduras, pasó de todo y sigue ahí. Comparemos con Brasil, Getulio quedó por el camino. Víctor Paz Estenssoro quedó por el camino. Del APRA ni se acuerdan los muchachos. ¿Quién se acuerda de Lázaro Cárdenas? Es una realidad muy fuerte de Argentina. Por eso dije que tienen que hablar, porque esa realidad no se disuelve con fuegos artificiales o insultos. La política tiene que empezar por reconocer la realidad. Y así como está lo que se llama peronismo, lleno de contradicciones, pero que componen. Y un anti, consecuencia de este que también tiene entidad.
“La muerte es una señora que estuvo alrededor mío varias veces. Me tuvo una consideración notable”
—Dijo que la adversidad termina siendo un impulso de crecimiento. ¿El covid-19 produce ese efecto? ¿Puede promover algo bueno?
—No sé todavía. Demostró mucho de lo malo que tenemos en la sociedad. Es un pecado inadmisible que el mundo rico haya acaparado todas las vacunas que pudo. Puedo entenderlo desde lo humano. Lo que no puedo concebir es el egoísmo de no haber colectivizado el uso del conocimiento de las patentes para incrementar en la confección masiva de vacunas. Es imperdonable. El señor presidente de Estados Unidos, en un discurso célebre, dijo que estaba de acuerdo con colectivizar las patentes. Pero lo dijo una vez y después se calló la boca.
—¿En algún momento de la pandemia, cuando todavía no había vacunas, tuvo temor sobre el final?
—Sí. La muerte es una señora que estuvo alrededor mío varias veces. Me tuvo una consideración notable. Le tengo que estar agradecido a esa señora por el tiempo que me dio. Sé que en algún momento me va a venir a buscar; pero no quiero darle facilidades. No tengo apuro. Me gustaría estar frente a ella para decirle: “Por favor, siga otra vuelta”.
—¿Cuál es rol en la política de las personas de más edad? ¿El siglo actual nos pone frente a otra perspectiva sobre la vejez?
—La sociedad de mercado logró domesticar a la ciencia para multiplicar la productividad. No la impulsó por fantasía, sino por el afán de ganar. De rebote, nos dio esta maravilla de que la gente viva muchos más años en promedio que antes. Estamos programados para no desear morir, aunque nos muramos. Nos gusta vivir, a pesar de todas las contradicciones. Para los que no tenemos creencias sobre el más allá, esta aventura que se llama vida es el único milagro. Le doy un inmenso valor. En las sociedades modernas nadie quiere ser viejo. Pero a la larga todos luchamos por llegar a la vejez. Cuando somos viejos intentamos luchar por durar un poco más. Quienes se dedican a vislumbrar el futuro dicen que se puede estar acunando una de las injusticias más grandes de la historia: que los que tengan mucha plata podrán asegurarse una vida muchísimo más larga. Para ese tiempo no voy a estar
—¿Cómo describiría su propio vínculo con la finitud? ¿Le gustaría vivir 150 años, como Yuval Harari presume que vivirán las personas dentro de un siglo?
—Tendría que vivir la experiencia y después le cuento.
“El liberalismo verdadero merece respeto; pero los neoliberales expresan ideas antiguas”
—¿Cambiaría algo de lo que hizo cuando fue presidente? ¿Se arrepiente de algo?
—Seguramente hoy tengo otra perspectiva. Los ultraliberales, que algunos llaman neoliberales, de neo no tienen nada. La definición sería protoliberalismo, sus ideas son anteriores al liberalismo. El liberalismo verdadero merece respeto, pero es otra discusión. Hay algo de repudio al Estado y las sociedades modernas cada vez son más complicadas. Dentro de poco habrá derecho y justicia ambiental. Existiría justicia digital y mayor control sobre esos entornos. La quimera del Estado mínimo no compagina con la complejidad del mundo moderno. La verdadera lucha es cómo mejoramos la calidad de la herramienta Estado. Hay que transformarlo en una carrera de carácter con muchos escalones de enseñanza. Es una gigantesca batalla que no dimos y que nadie se plantea. Aprendí algo de los chinos. Hay una vieja dinastía que elegía los muchachos más inteligentes, los acuartelaba, los formaba y constituía su burocracia. Trabajaban para tener los mejores trabajadores en la cosa pública que puede tener un país. Eso no se lo plantea nadie. La idea es cortar o achicar el Estado. Por ese camino lo único que hacemos es jodernos.
Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.